El fantástico cuento del abalorio lisonjero.

Érase que se era (porque hay cuentos que tienen que empezar de manera distinta a “érase una vez”) un pequeño abalorio lisonjero que iba por la vida repartiendo sonrisas. Sonrisas que tornaron en mueca una vez que se vio solo. Solo y desamparado. Desde que se cayó de aquella prenda tan bonita, el abalorio iba dando vueltas por el mundo. El mundo, como todos los mundos que hay, era su entorno más cercano. Y el de nuestro héroe lisonjero, como el de muchos otros de los cuentos de Juan Pedro Mercería, se circunscribía al Casco Antiguo de Badajoz. Calle Abajo o calle arriba, ya me comprenderán. El abalorio, no es que estuviera triste, es que iba llorando por las esquinas. No conseguía más abalorios con los que conformar un bello adorno o complemento. Toda su vida había sido de lucirse junto a otros abalorios.
¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí si no consigo otros abalorios con los que juntarme? ¿Pasaré el resto de mi vida como un abalorio perdido? ¿Me tendré que conformar con los espacios que queden sueltos porque se pierden otros abalorios?
¡Déjate de lágrimas lisonjeras! Así nunca conseguirás nada, le dijeron.
¿Quién me habla?, respondió turbado. Turbado como puede turbarse un abalorio, lisonjero o no, que está solo, sin más abalorios que le acompañen formando algo más bello y mayor, que tampoco es demasiado.
Soy yo, el broche. ¿Me recuerdas?
¡Cómo olvidarte!, respondió nuestro héroe recordando el broche con el que compartió tanto en aquel collar en el que vivía. ¿Qué haces por aquí?
Pues, ¿qué voy a hacer por aquí? Lo mismo que tú, pero sin llorar por las esquinas, que me oxido.
Se pusieron al día. Nuestro abalorio no había reparado, hasta aquel momento, que si él estaba perdido y solo, el resto del collar también lo estaría. No cayó en la cuenta de que el broche, pese a no ser estrictamente un abalorio, era completamente necesario. Aunque no fuera lisonjero sino funcional. Recordaron aquel terrible momento, no muy lejos de allí donde se encontraban, en el que todos salieron despedidos de aquel precioso cuello que adornaban felices y dichosos, sin pensar que podían cambiar las cosas. El broche le puso al día contando que todo fue un malentendido, que un exceso de pasión en la puerta de un bar hizo que el collar quebrara por un movimiento torpe en la calle, presos, la dueña del cuello y del collar, y el apasionado que se encontró, de un fuego interno que les hizo moverse torpemente y que rompió el collar sin que ninguno de los dos reparara en ello.
Cumplimos nuestra función, amigo, dijo el broche.
¿Cómo?
Adornamos tanto que funcionó. Alguien se fijó en el cuello donde estábamos, en su propietaria, y ella se sintió bien y se dejó llevar.
¿Y ahora?
Buena pregunta.

Eran muchas las historias que se contaban sobre los abalorios perdidos. Menos sobre los broches. Estos suelen ser más reciclables. Sin duda, el broche estaba menos triste y desconsolado, más tranquilo que nuestro protagonista.
No sé. He oído que por aquí puede haber solución.
¿Dónde?
En Juan Pedro Mercería seguro que nos pueden poner en contacto con otros abalorios. Podemos buscar a elementos similares a nosotros y perdernos entre ellos. Sabes que solos valemos poco. Nos adentraremos y poco a poco podremos rodearnos de abalorios que merezcan la pena y, si alguien se encapricha de nosotros, llegar a formar un conjunto que merezca la pena. ¿Lo entiendes, lisonjero?

Dicen que el abalorio lisonjero no se llamaba realmente así. Que lo de “lisonjero” lo encontró una noche rara, en un poema de Quevedo. Dicen tantas cosas… El abalorio lisonjero no tenía propósito ni dueño. Y no hay nada peor para un abalorio (sea lisonjero o no) que no tener un propósito por el que vivir o, cuanto menos, un dueño con el que contar para que le dé un propósito en algún momento. Todas y todos somos abalorios, algunos más lisonjeros que otros, porque formamos parte de un adorno mayor. Un adorno que alegra la vida a quien lo ve.
¿Qué es un abalorio? ¿Tenemos sentido por nosotros mismos? No. Necesitamos a más abalorios. Juntarnos y hacer que la gente sonría viendo lo que somos en conjunto…
Vamos a ver, pero tú, ¿qué es lo que buscas?
…O que, llegado el caso, enamoremos.

Nosotros un día formamos parte de un collar muy bonito. Precioso, me atrevería a decir, seguía contando, absorto, el abalorio. Ese collar fue el vínculo perfecto entre dos personas que acabaron enamorándose y viviendo una mágica historia de amor.
No sabes cómo fue la historia, no te engañes. Vamos a ir paso a paso. Lo de atrás ya no está, vamos a buscar soluciones. No seas lisonjero contigo mismo.
¡Cállate! No me gustáis los broches cuando os ponéis tan metálicamente prácticos. Aunque sea vuestra naturaleza. Dicen tantas cosas. Sobre todo, se dicen cosas de las historias de amor no vividas. Son las que más lucen por su ausencia. Al contrario de nosotros, los abalorios, que sólo tenemos sentido si lucimos. Si nos enseñan.
Lisonjero, ¡déjalo ya!
Pero, ¿por qué no puedo ser lisonjero?
, se preguntó. Me gusta ser lisonjero, es mi manera de ser, sin ello nada tiene sentido. Con el mundo que me rodea, con los otros abalorios, con las estrellas en el cielo.
Déjate de ser lisonjero con las estrellas
, le interrumpió el broche. Son muy suyas. No sé si sabes eso que se cuenta de las estrellas, que dicen que fugaces somos nosotros.
Parece ser que estamos hechos para un plan mayor, para ser parte de un todo más bello y mejor.
Sí, lo que tú digas, pero los botones, ¿te valen de este tamaño o más grandes?

Sin saber cómo, estaban en el mostrador. Estaban siendo envueltos junto a un montón de amigos más. Todo pintaba a que el abalorio no era simplemente lisonjero, sino que tenía siempre un plan. Un plan para quedarse en el recuerdo de la gente. Uno para ser parte de la cosas. Un instinto de supervivencia impropio de su especie. Algo que hizo que, sin que el broche se diera cuenta, envuelto como estaba por las lisonjas del abalorio, solucionaran sus penas y sus tribulaciones. Había buscado Juan Pedro Mercería en Google y había desarrollado el plan de acción. Sin que nadie, ni siquiera el broche, se diera cuenta.

El abalorio lisonjero, años más tarde, acabaría confesando que usaba muy a menudo Google. Hasta el punto de que hacía búsquedas random en Google tipo “cómo hacerme una colonoscopia casera”, “mejores cantos de aves autóctonas de la desembocadura del río Nilo”, “comprar gominolas amargas al por mayor”, “servicio de préstamos de patinetes en la Soria rural” con el único objetivo de despistar y que Google no acabara conociéndolo al cien por cien. Porque no hay nada peor para alguien que quiere lucir, que perder la capacidad de sorprender. O sea que buscaba y buscaba. Y, por supuesto, como todas hemos hecho alguna vez, también googleó su nombre en más de una ocasión.

Eso, y no otra cosa, buscar “abalorio lisonjero” en Google, fue lo que marcó el inicio de este cuento.

El final, amiguitos y amiguitas, ya es otra historia…

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