Las cintas para hacer lazos de la Ratita presumida y Topo Gigio.

Érase una vez (porque todo ha pasado alguna vez) un pequeño mozalbete que no sabía qué quería ser de mayor. Como todos a los que nos preguntan cosas, seamos mozalbetes o no, nos sentimos molestos si no podemos dar una buena respuesta. Y aquel mozalbete, que no sabía qué quería ser de mayor, estaba harto de que le preguntaran constantemente “¿Qué quieres ser de mayor?”. También le volvía loco que le preguntaran día tras día de qué equipo de fútbol era, pero esa es otra historia que ya contaremos.
Tan cansado estaba de la preguntita que pensó que si se inventaba algo para responder, aunque no fuera cierto, dejaría de tener que escucharla. Así es que un día, puso su plan en funcionamiento y dijo que quería ser científico. De esos de bata blanca y que se pasan el día haciendo experimentos. Desde entonces se dedicó a responder a lo de ¿qué quieres ser de mayor? Con lo de “yo quiero ser un científico importante y descubrir cosas”.
Lo primero que descubrió es que si le sigues el juego a los mayores te suelen recompensar. Así muchas veces, cada vez que contestaba le daban una moneda. Y entonces, al juntar varias monedas, empezó a pensar qué es lo que de verdad querría ser de mayor. Científico no, porque los científicos experimentan con animales y a él le daba pena eso de hacer daño a los animales. Pobres ratoncitos… Tanto es así, que pensando y pensando, creyó que de mayor quería ser la Ratita presumida. Como estaba juntando monedas pensó que podía ser mayor ya y se puso a fantasear, como la Ratita presumida, qué iba a hacer con el dinero. ¿Compraría caramelos y dulces? No, mejor no, porque luego le dolería la tripa si se los comiera todos. ¿Comprar alfileres e imperdibles para coser? No, porque se podría pinchar y se sentiría como la Ratita presumida mutando en ratón de laboratorio. Y eso si que no.


-Ya está. Me gastaré todo el dinero en cintas de seda para hacer lazos a la gente. Para que todo la gente vaya más guapa por la calle.
Pero, claro, a nadie le gustaba que una ratita, por muy presumida que fuera, le fuera poniendo lazos en la cabeza. A nadie le gustan las ratas. Nadie es fan de los roedores en general. Por mucho bien que hagan a la sociedad. Como el mozalbete protagonista de nuestra historia, que quería embellecer a las personas regalándoles lazos.
-Pero, ¿tú de mayor no querías ser científico? -le preguntó alguien al verlo tan triste.
Sí, pero no quiero hacer daño a los animales. Además, ahora he decidido convertirme en la Ratita presumida y eso, claro, es muy raro para hacer experimentos con ratones en un laboratorio. Creo que lo único que quiero es coser y coser, hacer lazos bonitos y regalárselos a la gente para que todo sea más hermoso.


Entonces, le contaron la historia de la estatua del ratón que cosía. Le hablaron de que el ratón es uno de los animales más respetados en el mundo de la ciencia porque mucho de lo que se sabe hoy en día proviene de estudios con ratones de laboratorio. Son reconocidos como el sistema mamífero experimental ideal. Por este motivo los investigadores del Instituto de Citología y Genética de Novosibirsk (Rusia) le rinden un homenaje a través de una escultura con un ratón tejiendo.
Tejiendo una cadena de ADN.

¿Será una señal? -se preguntó nuestro mozalbete, la Ratita presumida. Es un ratón que utilizan para hacer experimentos, cosiendo para hacer el mundo mejor. O más bello. Qué más da coser lazos con cintas de seda o cadenas de ADN. Si todo sirve para mejorar lo que te rodea puede que sea lo mejor que se puede elegir para ser de mayor. Entonces se puso de nuevo contento y feliz. Y, como siempre que se ponía contento y feliz, empezó a pensar en cosas felices y alegres. Y pensó en la estatua del ratón que cosía secuencias de ADN y en el ratón más feliz que recordaba: Topo Gigio.


Pero el problema con Topo Gigio es que “topo” en italiano significa “ratón”, no lo tradujeron y nos hemos pasado media infancia sin explicarnos por qué un topo se parecía tanto a un ratón. Incluso hay gente más joven, con menos mundo rural a sus espaldas, que ha crecido convencida de que los topos tienen esa imagen. Sí he crecido rodeado de caprichos no muy bien medidos que han tergiversado todo. ¡Qué loco todo! Quizás, de mayor, lo que quiero es saber idiomas.

Para que no pasen estas cosas. Y para saber que “ratón cosiendo” se dice en inglés “sewing mouse”, y “ratón tejiendo” se dice “knitting mouse”. Aprender muchos idiomas, hasta el latín. Para saber que el ratón de laboratorio no es el animal más importante para hacer experimentos. Ni el más utilizado. Porque ese lugar lo ocupa una mosca, la Drosophila melanogaster, que es un insecto en el que se pueden reproducir o simular hasta el 60% de las enfermedades que padecemos los humanos.
Aunque nuestro mozalbete haya decidido no ser humano de mayor. Sólo ser una ratita presumida y hacer lazos bonitos con cintas de seda para regalárselos a la gente. Para hacer del mundo un lugar más bello.


O tejer cadenas de ADN con agujas de punto.


Pero esa ya, amiguitas y amiguitos, es otra historia…

ISABEL (Una versión libérrima de Juan Pedro Mercería, con cordones trenzados, del cuento de Rapunzel de los Hermanos Grimm).

Érase una vez, cuando todas las cosas eran, y las veces contaban, una chiquilla llamada Isabel.  Y érase a la misma vez (porque si fuera en tiempos distintos costaría mucho enhebrar la trama) un chico sin nombre, que pasaba el día entre botones, agujas y cordones.

Isabel era una chica como todas las demás. Como todas las demás de aquellos tiempos. Una chica a la que cantaban aquello de “qué bien, qué bien, hoy comemos con Isabel”, y que no sabía de la existencia del chico sin nombre.

El chico sin nombre era un chico como todos los demás. Como todos los demás realmente tenía nombre, pero como no existía para Isabel, para ella era un chico sin nombre más.

Pasaba el tiempo y el chico seguía sin tener nombre para Isabel. Pasaba más tiempo e Isabel seguía aguantando a gente que quería comer con ella. Tanto tiempo pasó, que el chico le cogió gusto a eso de no tener nombre y empezó a pasar por la vida sin que nadie lo supiera, e Isabel, cansada de tanto preparar platos con latas de atún en aceite a la gente que quería comer con ella, acabó por encerrarse cada vez más y más en sí misma, y terminó por descubrirse recluida en la torre medieval de su castillo en el Casco Antiguo de Badajoz.

Y colorín colorado, todo este cuento habría terminado si el chico, contento con eso de no tener nombre, no le hubiera cogido gusto también a lo de pasear por las calles de Badajoz anónima e inadvertidamente. Colorado iba paseando una tarde de esas de mayo en Badajoz, de las que parecen Agosto en casi cualquier sitio del sur de España, cuando tropezó en un socavón de los que no había tenido tiempo de arreglar el Ayuntamiento antes de que llegaran las elecciones y, una vez terminadas, como diría aquel, ya pa qué…

-¿Te has hecho daño, chico?

¿Cómo? Era una voz, desconocida para él, que venía de lo alto de una torre medieval en medio del Casco Antiguo de Badajoz. Miró hacia arriba y la vio. Era Isabel. La del cuento de Isabel que todo el mundo creía que era el cuento de Rapunzel en versión libérrima de Juan Pedro Mercería.

-No, tranquila. Tú, eres Isabel, ¿verdad?

-Sí, ¿cómo lo sabes? ¿Me conoces?

-Todo el mundo te conoce en esta ciudad, Isabel. ¿Qué haces ahí encerrada?

-Todo el mundo quería comer conmigo en esta ciudad y me harté. Ahora me he quedado encerrada aquí arriba y nadie ya, ni quiere comer conmigo, ni viene a verme.

-Yo no quiero comer contigo. Ni siquiera sabes mi nombre.

-¿Por qué no me lo dices?

-¿Te interesa?

El chico sin nombre sintió que todo iba muy rápido. O Isabel iba muy lanzada, o él se estaba dejando llevar por aquello de ser una persona normal y hablar con la gente sin pensar que era, simplemente, un chico sin nombre. Pero una vez puestos, se lanzó como nunca…

-No te descuelgues. Échame algo por el balcón para que pueda yo subir a verte. No utilices tu pelo. Nunca me gustó el cuento de Rapunzel. No por ella, no por el nombre. Por aquello de dejar caer las trenzas para que alguien escale por ella. Échame un cordel.

-¿Qué dices?

-No te descuelgues. Échame un cordel dorado si quieres. Que parezca una trenza. Como si fueras Rapunzel. Pero no te descuelgues, ya subo yo cómo y con lo que pueda.

Acto seguido se dio cuenta de que había una puerta enfrente de él. La puerta tenía una cerradura muy antigua. Él tenía un imperdible en la solapa. Había sido punky antes de que le diera por esa manía de pasear por las calles de Badajoz anónima e inadvertidamente, y ahora le estaba dando por rondar princesas encerradas en torreones medievales. Intentó usar el imperdible para abrir la puerta pero al introducirlo con fuerza, vio cómo la puerta se abría. Ni siquiera estaba cerrada. Aquella historia no tenía la menor gracia. Para colmo, Isabel, la aprendiz de Rapunzel, había descolgado desde su atalaya un cordón que no inspiraba la menor seguridad para trepar por él. No lo habrá comprado en Juan Pedro Mercería, pensó. Y subió al torreón.

-¡Rapunzel!, digo Isabel. ¡Por fin!

-¡Qué ganas tenía de que alguien viniera a visitarme!

-Pues aquí estoy, si te valgo. ¿Tienes atún?

-Sí, si tengo, pero no me vales, lo siento. Ni siquiera sé cómo te llamas. Es más, hasta hace un rato ni sabía que existías.

El chico sin nombre no mostró desagrado ni enfado. Más bien al contrario. Se agarró del cordón que RapunIsabel había tendido anteriormente por el torreón y se deslizó hacia el suelo para volver a su rutina diaria de no tener nombre y pasear por las calles sin más.

¡Qué raro! ¡Qué cordón más áspero! –pensó. De repente, Isabel empezó a gritar desde la ventana, con medio cuerpo sacado hacia afuera y la cara desencajada. ¡Diantres! –pensó. Parece que me he agarrado de sus trenzas en lugar del cordón. Llegó al suelo dando un buen porrazo. Segundos después llegó ella. No se miraron. Los dos pensaron que habían empezado con mal pie. Él le confesó que había pensado “diantres” y se sentía sucio por ello. Ella se sintió sucia por no conocer el nombre del chico sin nombre pero no se lo dijo. Se miraron por un instante y decidieron, sin hablar, que irían juntos a comprar unas latas de atún en aceite Isabel y lo que surja.

Cuando pasaron un par de minutos, el chico sin nombre se dio cuenta de que estaba en Juan Pedro Mercería, comprando unos metros de cordón dorado. Solo. Se lo llevó a casa y lo trenzó fijándose en un patrón que tenía con un dibujo de Rapunzel. De ella nunca más se supo. Como de tantas otras princesas encerradas en un torreón medieval del Casco Antiguo de Badajoz.

Y colorín colorado, el cuento de Isabel, ahora sí se ha terminado…

Se nos rompió el cordel de tanto usarlo (y Banksy).

Se ha puesto de moda una antigua leyenda oriental que dice que las personas que están destinadas a encontrarse y estar juntas están unidas por hilo rojo invisible. Este hilo, atado a sus dedos, por más que estas personas no se encuentren o se distancien la una de la otra, siempre se mantiene y no se rompe por más que se alejen. Permanece eternamente atado a sus dedos y no desaparece por mucho tiempo que pase o por mucha distancia que haya entre ambas personas.
Se ha puesto más de moda aún no pararse a pensar en lo que nos cuentan estas leyendas. En cuánto de verosímil tienen. Pues no, hoy no vamos a destrozar esta belleza como si fuéramos con unas tijeras a cortar ese hilo rojo infinito para colarnos en medio de esas dos personas porque tenemos interés en una de ellas y no queremos interferencias. No, sólo me van a permitir que ponga sobre el mostrador de Juan Pedro Mercería y aquí, en sus historias, una salvedad:

¿Hilo rojo invisible? Si es invisible, ¿cómo sabemos que es rojo?

Aquí es cuando viene el lío. Habrá quien deje de leer porque encontrará este análisis fuera de lugar o, al menos, carente de una visión de la vida romántica o desesperanzada. Otros recordarán a El Principito con aquello de que “lo real es invisible para los ojos” y que “sólo con el corazón se puede ver bien”. Pero es lo que tienen estos cuentos e historias de Juan Pedro Mercería: están creados para que todo el mundo quepa en ellos. Hasta quienes con el título se han ido rápidamente a la canción que popularizó Rocío Jurado sobre eso de romperse el amor de tanto usarlo.

«Girl with ballon» (Niña con globo).

Obviamente, como bien sospecharéis ya, optamos por tirar por la calle menos transitada y, sin lugar a dudas, más interesante. Como hacemos para casi todas las cosas. Esto del hilo rojo y el cordel nos lleva a Banksy y muchas de sus famosas obras.

No vamos a decir por aquí que sabemos quién es Banksy porque, o bien sería mentira, o bien tendríamos que mataros si os lo confesamos. No. No sabemos quién es Banksy. Guiño, guiño, codazo, codazo. Si nos atenemos a lo que se sabe oficialmente, prácticamente Banksy podría ser cualquiera. Hasta yo misma. O tú. O ese vecino que parecía normal y siempre saludaba. ¿Es Banksy un jugador de veintitrés años del Leganés B? ¿Es un dependiente de un Donner Kebab de Berlín? ¿Quizás un coreógrafo que trabaja para Lady Gaga y que hizo sus prácticas en el New York City Ballet? ¿Es uno de los que creaban test para adolescentes en la SuperPop y que se quedó en el paro hace algunos años? ¿Es el alto de Simon y Garfunkel? ¿O quizás el más feo de los hermanos Cano, de Mecano? No, no sabemos quién es el más feo de los Hermanos Cano, de Mecano. Ni tenemos interés en saberlo. Además, entendemos que es una discusión que no tiene una respuesta fácil. Para mi madre el guapo siempre era José María porque era un tío como Dios manda, guapo y aseado, formal y sano, no como el otro que, era el guapo para mi primera novia, Nacho, más moderno y a la última, no como el soso de su hermano. Nada, que nos hemos vuelto a perder. Estábamos buscando a Banksy aunque hemos dicho que ni sabíamos quién era en realidad ni que, aunque lo supiéramos, podríamos decirlo.

La imagen que acompaña esta historia, que se ha hecho muy famosa en los últimos tiempos, se trata de “Girl with ballon” (Niña con globo). En ella se ve a una niña a la que se le escapa un globo con forma de corazón, posiblemente* porque se le rompe el cordel con el que lo agarraba. Es una imagen que impacta por una belleza teñida de cierta amargura. ¿Se le rompió el cordel? Lo seguro es que fue una obra que se subastó hace unos meses en la conocida casa de subastas londinense Sotheby´s por 1,2 millones de euros, suponiendo, en ese momento, un récord para las obras de ínclito personaje. Y es importante recalcar lo de en ese momento porque, a los cinco segundos de ser adjudicada a una compradora, se autodestruyó sin que nadie pudiera evitarlo pasando a convertirse en “Love is in the bin” (El amor está en la papelera).

«Love is in the bin» (El amor está en la papelera).


De un amor dejándose llevar por el viento, escapando probablemente** porque el cordel se rompió, pasó a caer en una papelera con el resto de desperdicios. ¿Existe alguna alegoría mejor a la canción de Rocío Jurado? A la de “se nos rompió el amor de tanto usarlo” no a la de “como una ola”, que de esa ya hablaremos otro día.

Recordamos otra antigua leyenda oriental. Otra que también tiene que ver con cordeles e hilos pero que no la suelta tu amiga cada vez que habla de un fracaso sentimental y que nos lleva a la obra siguiente, a la que está debajo de estas líneas. Una obra en la que Banksy nos enseña que si te agarras bien a un buen cordel, el amor te lleva. Sin entrar en si es el hilo rojo infinito o en si puedes o no ir acompañado. Simplemente, compra un buen cordel, agárralo y déjate llevar.

A mí, ya me perdonarán la osadía, me parece mucho más bonita esta obra que la otra por la que se pagó tanto dinero y se autodestruyó. En esta obra se ve cómo el amor nos eleva si nos agarramos bien de un buen cordel, pero también se ve que podemos escapar de cualquier sitio.
Y, sobre todo, que si vamos acompañados todo puede ser mucho mejor.

Rompa lo que rompa Banksy o Rocío Jurado.


Gracias por acompañarnos, no se suelten del hilo rojo invisible que nos une, por favor.

*(Según la R.A.E. Posiblemente: Probablemente, quizá.).
**(Según la R.A.E. Probablemente: De manera probable).