Los cuentos y las historias no llegarán nunca a LA HISTORIA.

Esto no es lo habitual.

No es ni un cuento, ni una historia. Es LA HISTORIA. Y todas, eso sí, entre alfileres y botones. Esta es una HISTORIA de superación, de aprendizaje, de adaptación a los cambios, tiempos y situaciones personales.

Desde Badayork nos han hecho este vídeo con las palabras del cabeza de Juan Pedro Mercería:

Decían en «La grande bellezza» (Paolo Sorrentino, 2013): «Qué tenéis en contra de la nostalgia, ¿Eh? Es la única distracción posible para quien no cree en el futuro».

Nosotros creemos en el futuro. Y en días como estos es muy importante decirlo. Seguimos creyendo en el futuro, en los cuentos y las historias, en Juan Pedro Mercería, en vosotras y vosotros, en la HISTORIA.

Creemos hasta en la nostalgia…

Jueves Santo desde la ventana.

Hoy es Jueves Santo. Asómate a la ventana. A ver qué hay…

Quizás haya alguna buena historia.

¿Qué hacemos aquí con el frío que hace?

No sé. Yo, la verdad, hace tiempo que no me planteo esas cosas.

Pues deberíamos pensarlo un poco, no está el día para estar fuera de casa.

Yo es que no consigo recordar si tengo casa o no.

¿Se puede saber por qué estáis discutiendo ahora? Estáis todos los días igual, se me quitan las ganas de echar el rato con vosotras, en serio.

Chica, si tan mal estás, ya sabes…

(Risas).

Ya, como que si pudiera moverme iba a estar yo aquí con vosotras.

Como si tuvieras mejores cosas que hacer.

Por lo menos no pasaría frío.

(Más risas).

¿Os habéis dado cuenta de que la gente cree que pasamos frío y nos han hecho estas bufandas tan chulas?

Mira, yo con el frío que hace, ni cuenta me doy ya de lo que estás diciendo.

Por lo menos tú estás sentada, no te quejes.

Como si pudiera hacerlo…

(Muchas más risas).

Yo, el año que viene, voy a desear con todas mis fuerzas que me hagan una bufanda celeste. Va mejor con mis ojos.

Y yo que te calles, va mejor con mi cabeza…

(Risas contenidas).

Se aleja la imagen abriendo el zoom.
Se pierden en la nieve.
Títulos de crédito.
Ninguna estatua de metal ha sido maltratada en la grabación de esta escena.
La lana de las bufandas que se les han colocado al cuello no les produce el menor malestar por ser muy suave.

Tampoco les quita el frío pero, esa ya, es otra historia…

#QuédateEnCasa

Historia de un matrimonio (versión cuarentena pacense).

INTERIOR SALÓN DE LA CASA – DÍA:

A pasea despreocupado. Busca el mando a distancia del televisor en la mesa. Lo encuentra y se sienta en el sofá mientras enciende Teledeporte. Parece que está dispuesto a ver un partido clásico de algún deporte. Pone los pies en la mesa. S mira con desgana y le reprende:


– Cámbiate los calcetines, anda.
– ¿Pa qué? Si no voy a salir…
– Porque llevas un tomate que me río yo del de Miajadas.
– Me los quito pero no los voy a tirar, que te conozco, que es lo quieres de verdad.
– Los deberías tirar. Con ese agujero cada vez más grande…
– Y, además, que nunca te han gustado.
– Nunca me han gustado.
– Pues cuando estábamos solteros bien que te gustaban.
– También me gustabas tú, y míranos ahora.
– Pues que sepas que me lo voy a remendar. Yo sí que sigo luchando por lo nuestro. Voy a zurcir el agujero.
– ¿Tú y cuántos más?
– Yo sólo, porque parece que soy el único que apuesta ya por lo nuestro.
– Yo también apuesto por salvar lo nuestro. Por lo que no apuesto es por ese calcetín no porque sepas dar ni una puntada…
– ¿Qué no? Pues te vas a enterar, vas a pedir besarme el pie con el calcetín en cuanto lo tenga arreglado…

A apaga la tele y desaparece de la escena con evidente malestar. Ella resopla.

INTERIOR SALÓN DE LA CASA – DÍA:

A vuelve al salón. S está en el sofá leyendo un libro, despreocupada. Se miran en silencio. Los dos esperan a que sea el otro el que diga algo. S cierra el libro, lo pone en la mesa y se dirige a A con una sonrisa sarcástica y condescendiente.

– ¿Qué pasa? ¿Ahora vas descalzo?
– Sí, ¿también te molesta?
– Casi lo prefiero. Pero, si te constipas, ya sabes…
– ¿El qué?
– A la primera tos, aislado en la habitación.
– Ya, claro, eso es lo que te gustaría. Pues si me aíslo tú no puedes entrar.
– Esa es la idea. Te aíslas en el cuarto de los trastos, ya sabes.
– De allí vengo, no te preocupes.
– Y… ¿Has cosido el calcetín?
– No.
– Ya decía yo…
– ¿Ves como no ibas a poder? ¿Ves como no sabes? ¿Lo has tirado ya?
– No he tirado nada.
– Pues tíralo.
– Sé hacerlo.
– Pues hazlo y cierra la boca. Y ponte algo, que te vas a constipar.
– Eso es lo que te gustaría a ti.
– Pues sí, mira. Y así no dejas el sudor por el suelo, que parece que te gusta limpiar ahora.
– Y a ti parece que te molesta que limpie.
– ¡Tampoco hay que limpiar todos los días!
– Ni arreglar los calcetines.
– No sabes, ¿verdad?
– ¡Sí sé!
– Pues, ¡hazlo!

– No puedo.
– No sabes.
– No puedo, que no es lo mismo.
– ¿Por qué no puedes?
– Porque no se te ha ocurrido decirme dónde está la caja de la costura?
– ¿Quién te ha dicho que en esta casa hay caja de la costura?
– En todas las casas hay una. Y en esta no la veo.
– ¿En cuántas casas has vivido tú? En casa de tu madre había, seguro, pero dudo que la usaras alguna – vez.
– Y en casa de R. Allí también. No he vivido en más casas.
– Vaya, ya salió R. Ya hacía tiempo que no nombrabas a tu ex, esa que ya no te importa con quién se junta ni dónde va porque ya la has olvidado y sólo me quieres a mí.
– ¡A ella no la metas en esto! No viene a cuento.
– Pues mira, la voy a defender por una vez: en esa casa había caja de la costura porque era suya y la usaba para coserte los putos calcetines.
– Cuando vivía con ella este calcetín estaba estupendo. Se rompió en esta casa.
– ¡Pues zúrcelo! Estoy deseando que lo hagas…
– No encuentro la caja de la costura, ¡COÑ..!

– ¡Está en el cajón de mis bragas! Pero no te va a servir de nada.
– Eso quisieras tú.
– No te va a servir de nada porque no hay hilo para esos calcetines.
– Eso lo tendré que ver yo. Me vale cualquiera.
– ¿Recuerdas, hace dos semanas, cuando te dije que pasaras por Juan Pedro Mercería a por las boninas?
– Claro, y las traje.
– No, no las trajiste.
– Pues voy ahora.
– ¡Eres imbécil! Te crees que van a estar abiertos para ti, para la urgencia de primera necesidad del puñetero calcetín de la suerte del niño…
– Pues no veo por qué no…
– Porque no. Y punto.
– Cuando todo esto acabe…
– Cuando todo esto acabe, ¿qué?
– Pues que iré a Juan Pedro Mercería y te vas a enterar.
– Enterar, ¿de qué?
– De lo que sea, ya verás…
– Ya veremos…

A abandona el salón entre lágrimas. S da la espalda a la cámara como si quisiera esconder las lágrimas. La música sube de volumen y la cámara se aleja del plano del salón.

FUNDIDO A NEGRO


Cuando todo esto acabe…

Salva la caja azul de galletas danesas de mantequilla y salvarás tu mundo…

Todo el mundo ha tenido en su vida una caja azul de galletas danesas de mantequilla. Seguro. Llena de botones, boninas de hilo, cintas, las tijeras, dedales… Bueno, eso variaba de una caja a otra. De una casa a otra. De una familia a otra. Todos hemos tenido una caja de esas. No todos hemos comido las deliciosas galletas de mantequilla que venían dentro, de cuatro en cuatro, en papeles blancos parecidos a los moldes de las magdalenas. Pero todos hemos tenido la caja.
Ese costurero que estaba guardado en el armario de la sala era la caja azul.

Esa caja encerraba universos que nunca llegamos a comprender. Ya de mayores, sigue albergando los mismos universos pero, como con todo, los hemos ido cambiando a nuestro antojo. O como hemos podido.

Hace un tiempo, en una convención de mercerías del mundo, conocí a alguien que estaba allí sin ser mercero. Era un antropólogo. Estaba realizando un estudio y pidió permiso para departir con los que allí estábamos. Tenía entre manos una investigación que nadie, hasta ese momento según decía, había llevado a cabo y era algo que el mundo pedía a gritos.

¿Qué había en las cajas azules de galletas de mantequilla danesas que teníamos en casa?

Ese estudio nunca se llegó a publicar. Parece que retiraron la financiación cuando más necesaria era. Como casi todo en esta vida. En algún lugar del mundo, en algún armario, habrá una caja azul de galletas de mantequilla danesa llena con las conclusiones de la investigación. Aquel antropólogo, del que no he vuelto a saber nada, sostenía que sabiendo las cosas que hay en la caja azul de galletas danesas de mantequilla que todos tenemos se puede hacer un diagnóstico de cada persona y, con ello, mejorar la vida de la gente. Iba más allá de lo que todos imaginamos. Así, si a la mente de cada uno nos viene recordar que hay hilos, botones, tijeras, alguna cremallera, alfileres y agujas, dedales, trozos de tela, algún lapiz o marcador… Debemos ver más allá. Ser conscientes de que esa caja azul de galletas danesas de mantequilla no es sólo el costurero o el neceser de la casa. Es mucho más. Es lo que indica qué vida o qué casa es la que hemos decidido tener o llevar, o la que nos ha tocado. Aparte de lo que todos tenemos en mente, hay fotos antiguas guardadas, alguna cadena de cuando alguien era niña, un recorte de periódico, monedas antiguas, un resguardo de algo, algún ticket o alguna entrada, una estampa… Y muchísimas más cosas que ahora no recuerdo.
Cuando me he acordado todo esto (vale, no creo que deba entrar en detalles de que lo he recordado porque no tenía nada que merendar y se me ha venido a la mente lo mucho que me apetecerían unas galletas de mantequilla danesas y he pensado en la caja azul que tenía en casa) me he puesto como un loco a buscar por todos lados. He encontrado muchísimas de las cosas que, según el estudio, debería tener en mi neceser o costurero, en mi caja azul de galletas danesas de mantequilla, pero no he encontrado la caja. Tanto he encontrado que he visto claro que todo eso no cabría en ninguna caja azul de galletas danesas de mantequilla de tamaño normal. Y que, quizás, no encuentro mi caja azul de galletas danesas de mantequilla porque tengo muchísimas cosas por la casa que deberían estar dentro de ella. Aquello de que los árboles no te dejan ver el bosque. O que soy un desordenado de manual.
Desgraciadamente me he sentido mal. Se me ha venido el mundo encima por no encontrar mi caja azul de galletas danesas de mantequilla. Y porque no he merendado, todo hay que decirlo. Pero, sobre todo, por no encontrar mi caja azul de galletas danesas de mantequilla. Pero he seguido rebuscando y he encontrado algo que me quedó claro de aquel estudio. Aquella investigación que indicaba que tenías que mirar más allá de las cosas típicas y tópicas del costurero o el neceser. Por debajo de los alfileteros o las bobinas de hilo. Hay que saber mirar más allá.

Y saqué la cabeza entre el desorden que había montado y lo vi:
Si no tienes la caja azul de galletas danesas de mantequilla llena de todas esas cosas que hacen más fácil la vida cerca de ti, es posible que tú seas la caja azul de alguien.
Plantéatelo así…

El fantástico cuento del abalorio lisonjero.

Érase que se era (porque hay cuentos que tienen que empezar de manera distinta a “érase una vez”) un pequeño abalorio lisonjero que iba por la vida repartiendo sonrisas. Sonrisas que tornaron en mueca una vez que se vio solo. Solo y desamparado. Desde que se cayó de aquella prenda tan bonita, el abalorio iba dando vueltas por el mundo. El mundo, como todos los mundos que hay, era su entorno más cercano. Y el de nuestro héroe lisonjero, como el de muchos otros de los cuentos de Juan Pedro Mercería, se circunscribía al Casco Antiguo de Badajoz. Calle Abajo o calle arriba, ya me comprenderán. El abalorio, no es que estuviera triste, es que iba llorando por las esquinas. No conseguía más abalorios con los que conformar un bello adorno o complemento. Toda su vida había sido de lucirse junto a otros abalorios.
¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí si no consigo otros abalorios con los que juntarme? ¿Pasaré el resto de mi vida como un abalorio perdido? ¿Me tendré que conformar con los espacios que queden sueltos porque se pierden otros abalorios?
¡Déjate de lágrimas lisonjeras! Así nunca conseguirás nada, le dijeron.
¿Quién me habla?, respondió turbado. Turbado como puede turbarse un abalorio, lisonjero o no, que está solo, sin más abalorios que le acompañen formando algo más bello y mayor, que tampoco es demasiado.
Soy yo, el broche. ¿Me recuerdas?
¡Cómo olvidarte!, respondió nuestro héroe recordando el broche con el que compartió tanto en aquel collar en el que vivía. ¿Qué haces por aquí?
Pues, ¿qué voy a hacer por aquí? Lo mismo que tú, pero sin llorar por las esquinas, que me oxido.
Se pusieron al día. Nuestro abalorio no había reparado, hasta aquel momento, que si él estaba perdido y solo, el resto del collar también lo estaría. No cayó en la cuenta de que el broche, pese a no ser estrictamente un abalorio, era completamente necesario. Aunque no fuera lisonjero sino funcional. Recordaron aquel terrible momento, no muy lejos de allí donde se encontraban, en el que todos salieron despedidos de aquel precioso cuello que adornaban felices y dichosos, sin pensar que podían cambiar las cosas. El broche le puso al día contando que todo fue un malentendido, que un exceso de pasión en la puerta de un bar hizo que el collar quebrara por un movimiento torpe en la calle, presos, la dueña del cuello y del collar, y el apasionado que se encontró, de un fuego interno que les hizo moverse torpemente y que rompió el collar sin que ninguno de los dos reparara en ello.
Cumplimos nuestra función, amigo, dijo el broche.
¿Cómo?
Adornamos tanto que funcionó. Alguien se fijó en el cuello donde estábamos, en su propietaria, y ella se sintió bien y se dejó llevar.
¿Y ahora?
Buena pregunta.

Eran muchas las historias que se contaban sobre los abalorios perdidos. Menos sobre los broches. Estos suelen ser más reciclables. Sin duda, el broche estaba menos triste y desconsolado, más tranquilo que nuestro protagonista.
No sé. He oído que por aquí puede haber solución.
¿Dónde?
En Juan Pedro Mercería seguro que nos pueden poner en contacto con otros abalorios. Podemos buscar a elementos similares a nosotros y perdernos entre ellos. Sabes que solos valemos poco. Nos adentraremos y poco a poco podremos rodearnos de abalorios que merezcan la pena y, si alguien se encapricha de nosotros, llegar a formar un conjunto que merezca la pena. ¿Lo entiendes, lisonjero?

Dicen que el abalorio lisonjero no se llamaba realmente así. Que lo de “lisonjero” lo encontró una noche rara, en un poema de Quevedo. Dicen tantas cosas… El abalorio lisonjero no tenía propósito ni dueño. Y no hay nada peor para un abalorio (sea lisonjero o no) que no tener un propósito por el que vivir o, cuanto menos, un dueño con el que contar para que le dé un propósito en algún momento. Todas y todos somos abalorios, algunos más lisonjeros que otros, porque formamos parte de un adorno mayor. Un adorno que alegra la vida a quien lo ve.
¿Qué es un abalorio? ¿Tenemos sentido por nosotros mismos? No. Necesitamos a más abalorios. Juntarnos y hacer que la gente sonría viendo lo que somos en conjunto…
Vamos a ver, pero tú, ¿qué es lo que buscas?
…O que, llegado el caso, enamoremos.

Nosotros un día formamos parte de un collar muy bonito. Precioso, me atrevería a decir, seguía contando, absorto, el abalorio. Ese collar fue el vínculo perfecto entre dos personas que acabaron enamorándose y viviendo una mágica historia de amor.
No sabes cómo fue la historia, no te engañes. Vamos a ir paso a paso. Lo de atrás ya no está, vamos a buscar soluciones. No seas lisonjero contigo mismo.
¡Cállate! No me gustáis los broches cuando os ponéis tan metálicamente prácticos. Aunque sea vuestra naturaleza. Dicen tantas cosas. Sobre todo, se dicen cosas de las historias de amor no vividas. Son las que más lucen por su ausencia. Al contrario de nosotros, los abalorios, que sólo tenemos sentido si lucimos. Si nos enseñan.
Lisonjero, ¡déjalo ya!
Pero, ¿por qué no puedo ser lisonjero?
, se preguntó. Me gusta ser lisonjero, es mi manera de ser, sin ello nada tiene sentido. Con el mundo que me rodea, con los otros abalorios, con las estrellas en el cielo.
Déjate de ser lisonjero con las estrellas
, le interrumpió el broche. Son muy suyas. No sé si sabes eso que se cuenta de las estrellas, que dicen que fugaces somos nosotros.
Parece ser que estamos hechos para un plan mayor, para ser parte de un todo más bello y mejor.
Sí, lo que tú digas, pero los botones, ¿te valen de este tamaño o más grandes?

Sin saber cómo, estaban en el mostrador. Estaban siendo envueltos junto a un montón de amigos más. Todo pintaba a que el abalorio no era simplemente lisonjero, sino que tenía siempre un plan. Un plan para quedarse en el recuerdo de la gente. Uno para ser parte de la cosas. Un instinto de supervivencia impropio de su especie. Algo que hizo que, sin que el broche se diera cuenta, envuelto como estaba por las lisonjas del abalorio, solucionaran sus penas y sus tribulaciones. Había buscado Juan Pedro Mercería en Google y había desarrollado el plan de acción. Sin que nadie, ni siquiera el broche, se diera cuenta.

El abalorio lisonjero, años más tarde, acabaría confesando que usaba muy a menudo Google. Hasta el punto de que hacía búsquedas random en Google tipo “cómo hacerme una colonoscopia casera”, “mejores cantos de aves autóctonas de la desembocadura del río Nilo”, “comprar gominolas amargas al por mayor”, “servicio de préstamos de patinetes en la Soria rural” con el único objetivo de despistar y que Google no acabara conociéndolo al cien por cien. Porque no hay nada peor para alguien que quiere lucir, que perder la capacidad de sorprender. O sea que buscaba y buscaba. Y, por supuesto, como todas hemos hecho alguna vez, también googleó su nombre en más de una ocasión.

Eso, y no otra cosa, buscar “abalorio lisonjero” en Google, fue lo que marcó el inicio de este cuento.

El final, amiguitos y amiguitas, ya es otra historia…

Minicuento (sin título) antes de Halloween

Érase una vez (porque todos los cuentos, sean minis o no, empiezan por “érase una vez”) una chica muy tímida, que sólo superaba su timidez y se sentía segura cuando bordaba cosas para sus amigos.

Esa chica, pasaba casi todos los días por Juan Pedro Mercería a comprar cosas para sus labores y, con el tiempo, se dio cuenta de que si iba a ciertas horas, se cruzaba casi siempre con otro chico que también iba a comprar y, con el tiempo, de tanto verse, se fueron sonriendo.

Tanto y tanto se sonreían que ella, a pesar de su timidez, sintió la necesidad de dar un paso, harta de esperar que lo hiciera él.

Así, un día, uno cualquiera, cuando ella iba a entrar en Juan Pedro Mercería y él iba a salir, se cruzaron en la puerta, se sonrieron como siempre, y se lanzó.

– ¿Quieres coserte conmigo?

– ¿Perdona?

– ¿Qué si quieres coserte conmigo?

– ¿Cosernos?

– Sí, cosernos. Que si quieres coserte conmigo.

Él sonrió más que nunca. Ella, bajó los ojos por timidez, pero terminó subiéndolos y devolviéndole la sonrisa.

– ¿Quieres que nos cosamos?

– Sí, desde el primer día que nos vimos supe que quería coserme contigo.

– Creí que nunca me lo ibas a pedir. Yo soy tan tímido como tú. No creas que no me he dado cuenta. Yo también estoy deseando coserme contigo.

Y así, desde aquel día, cosieron y cosieron juntos, y fueron felices y bordaron tapices…

Robert Smith y su obsesión por los corchetes que pudo acabar con The Cure.

Hoy os queremos sorprender.

Os vamos a contar una historia de esas que flotan en el ambiente sin darle la verdadera importancia que tienen. Esas historias que acaban convirtiéndose en leyenda con el tiempo o, quizás, de esas leyendas que acaban escondidas en la historia.

Después de que haya estado muy presente estos días, por sus recientes conciertos en la Península Ibérica, hemos vuelto a comprobar que, desde hace algún tiempo, nadie nombra el motivo por el que The Cure, sin duda uno de los grupos más importantes de finales del siglo XX y principios del XXI, estuvo a punto de no llegar a ser nunca tan importante y, además, no haber llegado a nuestros días como tal.

Hoy vamos a desenmarañar el asunto de la obsesión con los corchetes de Robert Smith, el líder de The Cure, que estuvo a punto de acabar con la banda varias veces cuando estaban en lo más alto.

Vamos con el tema. Aunque antes, para que no pille a nadie desprevenido, vamos a centrar un poco conceptos.

Lo primero, aunque suponemos que todas y todos los que pasáis por Juan Pedro Mercería y por esta página de sus historias entre alfileres y botones lo tenéis claro, ubicaremos el concepto “corchete” porque he visto caras muy raras al leer el título de esta historia. Aunque no debería, ya hemos comentado que esto no deja de ser lo que es: un espacio para las historias entre alfileres y botones de Juan Pedro Mercería.

Antes, también aclararemos, por si hay gente despistada, otros términos:

The Cure es una banda británica.

Su líder, y protagonista principal de esta historia, Robert Smith, es este:

Bueno, realmente es este:

Aunque, para ser precisos, ahora mismo es este:

Los corchetes se utilizan si dentro de un texto que va entre paréntesis es necesario introducir alguna aclaratoria adicional. Esto quiere decir que los paréntesis van por fuera y los corchetes por dentro, ejemplo: Robert Smith y su obsesión por los corchetes que pudo acabar con The Cure (aunque antes pudo acabar con todo el pop británico de aquel año [1999]).

Luego están los corchetes que se venden en las mercerías, que es de lo que nos ocupamos hoy (obviamente [que tenga yo que explicar estas cosas…]). Un corchete es un broche o cierre, fabricado con metal, que permite sostener o enganchar algo. En el ámbito de la moda y la indumentaria, el corchete se compone de dos piezas que se enganchan entre sí y permiten sujetar dos partes de una prenda. Los corchetes se utilizan en los corsés, en los sostenes, corpiños y en algunos pantalones y faldas.

¿Ya? ¿Estamos todas y todos en la onda? ¿Tenemos los datos suficientemente claros para que podamos empezar? Pues, mis queridos y queridas amiguitas, acercaos a la chimenea, poneos cómodas y vamos a la historia.

Robert Smith (en adelante “RS”) tenía una banda que se llamaba “Easy cure”. Ese fue el germen, breve, de lo que en 1976 se llamaría “The Cure”. RS dotó desde un principio a la banda de un aura existencialista y post-punk que, unidos a su estética (siempre de negro, con los labios y ojos perfilados y palidez facial), hizo que fueran encasillados con la etiqueta de góticos, algo que a RS (en adelante “Robert, sal a bailar”) no le hacía ni la menor gracia. Caminaron por el ya mencionado post-punk, por la new wave británica, el rock gótico o, incluso, la electrónica. Todo ello llevó a la banda de Robert, sal a bailar a convertirse en una de las bandas históricas del rock alternativo de los 90. Pero antes de llegar a los 90, The Cure pasó por muchos vaivenes que estuvieron a punto de acabar con el grupo. La más importante, sin duda, la que nos ocupa hoy. La que pasó a ser conocida (no demasiado, aunque una simple búsqueda en Google nos la mostrará*) como La crisis de los corchetes de la Isla de Wright.

El corchete (el metálico utilizado en prendas de vestir, no el ortográfico) apareció en la vida de Robert, sal a bailar, a mediados de los 80. Sin entrar en demasiados detalles, porque esto es un lugar de historias para todos los públicos, se cuenta que Robert, sal a bailar (en adelante “su, su, suave”) se enamoró perdidamente (¿acaso hay otra manera?) de una chica que seguía al grupo por todas partes y que se declaraba fan de su manera de cantar, tocar la guitarra y vestir. Aunque encontraba un pero en eso de la forma de vestir. Cuando empezaron a tener los primeros contactos íntimos ella se dio cuenta de que, si bien en el escenario aquellos ropajes negros y amplios eran un punto a favor, en la oscuridad del Aston Martin de los padres de su, su, suave, eran un gran freno a sus ansias de él. Pero eso no fue lo peor. Lo que desencadenó la crisis en la pareja que pudo ser y nunca llegó a ser, fue la inutilidad de su, su, suave, a la hora de enfrentarse a un elemento desconocido hasta aquel entonces para él: los corchetes que cerraban el sostén de ella. Preso de una gran sorpresa y un gran estupor, al encontrarse una barrera nunca imaginada antes por él, su, su, suave, comenzó a ver cada relación íntima (creo que con lo de “relación íntima” está quedando fino el asunto y no molestará a nadie por lo explícito) como un reto a superar y, a la vez, como una posible derrota. Por mucho que ella se aplicara a fondo en enseñarle las características de aquel elemento y de cómo proceder con él, el pequeño elemento metálico de dos piezas, el corchete, se acabó interponiendo en algo más que los dos cuerpos que buscaban desnudez para sus relaciones íntimas. Llegó un momento en el que todo estalló. Los padres de su, su, suave (en adelante, simplemente “Robert”) vendieron el Aston Martin, se compraron una autocaravana y pusieron tierra de por medio con su hijo. El grupo empezó a sufrir las tensiones propias del éxito incipiente no bien asimilado y comenzaron las fugas. Robert comenzó a hacerse más oscuro, se refugió cada vez más en su guitarra y dejó de interesarse por las mujeres, sin duda acomplejado por su inutilidad con los corchetes. De esa época surgen sus mejores y más aclamados éxitos musicales (miren de nuevo en Google **), no hay bien que por mal no venga, y el grupo empieza a convertirse en lo que todos sabemos hoy que ha llegado a ser. Pero la crisis de los corchetes ya había estallado. A partir de entonces, Robert, seguramente desquiciado por el éxito, la certeza de un sobrepeso futuro y, sobre todo, el no superar nunca aquella ruptura, empezó a desarrollar un extraño carácter que le hacía más y más esquivo. Y cuanto más se alejaba de la gente y se encerraba en sí mismo, mejores canciones componía y mayor facilidad tenía para hacer algo que no está reservado al común de los mortales: ser capaz de detectar corchetes (los metálicos no los ortográficos) en un rango de cinco metros alrededor suyo. Hay algunas fuentes que llegan a decir que era capaz de detectarlos incluso a diez metros, lo que empezó a dificultar su posición en los conciertos, hecho que le llevó a hacerse aún más esquivo y lejano.

Llegó un momento en el que, el triunfo del grupo era cada vez más grande y, la actitud de Robert con respecto a los corchetes, cada vez más insostenible. Y fue cuando todo estalló. El grupo se rompió en mil pedazos y anunció su disolución. Robert desapareció del mapa y los corchetes, como bien recordaréis, empezaron a aparecer con mayor frecuencia en nuestro país. Tanto que era casi imposible cruzarse con alguien por la calle que no llevara alguno en alguna prenda. Recordad vuestros ropajes por aquel entonces. Estamos hablando de los meses previos al cambio de milenio y todo parecía que iba a saltar por los aires. ¿Os acordáis del Efecto 2000? ¿De las predicciones sobre el fin del mundo? ¿De la llegada del Euro? Todo estaba a punto de estallar. Yo, si me permiten hablar en primera persona, empezaba a coger cierta soltura con los corchetes porque sabía que en ello estaba el futuro. Incluso adquirí una muy aplaudida habilidad de poder abrirlos con una sola mano ***. Pero se olía en el ambiente que todo iba a cambiar.

De repente, sin saber muy bien por qué, Robert (en adelante “Robert, sal a bailar que tú lo haces fenomenal”) dijo esas palabras que todos hemos soñado con decir en público alguna vez:

“He vuelto a juntar a la banda”.

Aunque fuera falso y lo único que había hecho era rodearse de otros músicos y revitalizar The Cure. Robert, sal a bailar que tú lo haces fenomenal parecía cambiado. Estaba más rellenito, por supuesto, pero también se notaba en sus ojos algo especial. O eso cuentan las crónicas. Miren en Google de nuevo****. Pero nadie supo muy bien qué era. Hasta que llegó 2007 y todo cuadró. Se anunció una importante gira mundial. La “Square Bracket Tour 2007”. Y ahí todo el mundo se dio cuenta y revisó las fotos y los archivos. La vuelta de Robert, sal a bailar que tú lo haces fenomenal se produjo envuelto en corchetes. Todo lo que en su indumentaria requería ser un punto de encuentro entre dos elementos, estaban unidos por corchetes. Hasta el nombre de la gira hacía referencia a ello. Insisto, miren en Google. En este caso el “translator”*****.

A partir de ahí, todo es historia ya conocida. The Cure es una banda que está en la historia ocupando un lugar entre las más grandes por derecho propio, los corchetes siguen siendo indispensables en nuestra vida diaria, Google nos sigue aportando todas las respuestas que no nos atrevemos a buscar, Robert, sal a bailar que tú lo haces fenomenal está cada día más gordinflas y, corre el rumor****** de que yo sigo manteniendo la habilidad de desabrochar corchetes de la espalda de alguien con sólo una mano… Pero eso último son rumores.

Y lo demás, mis queridos y queridas amiguitas, ya es otra historia…

Notas del traductor:

*: No, ninguna búsqueda de Google nos va a mostrar esto.

**: Sí, pueden buscar en Google los éxitos del grupo, pero no creo que los puedan relacionar con esto.

***: Esto está científicamente demostrado.

****: Na, ya pa qué…

*****: Esto sí que lo pueden comprobar.

******: Como se dice en «El hombre que mató a Liberty Valance», aquí nunca dejamos que una verdad destroce una leyenda…

Conseguir pegar la nariz en tu escaparate como meta en mi vida.

Te asomabas tras los cristales de mi escaparate día sí y día también.

Algunas veces distraída, otras con toda la intención. Al principio creías que no te veía, que no me fijaba. Después empezamos a cruzar miradas. Ahora ya te espero y me angustio cuando tardas y creo que no vas a aparecer. Pero siempre apareces. Siempre te asomas al escaparate. Y yo te miro cada vez con menos disimulo.

Te has convertido en mi alegría. En mi periódica alegría. El escaparate se cambia y el cristal se limpia. Pero tú siempre te ves igual. Como yo te veo. Desde la primera vez. Porque no me he atrevido hasta hoy a decirte que te veo detrás del escaparate desde la primera vez que te asomaste.

Llueva o truene. Con sol de justicia. Cuando hace frío. Con paraguas o con gafas de sol. Ojalá llueva tanto un día que tengas que entrar. Para resguardarte. Cuando suene en la radio la de «Ojalá que llueva café«.

«Pa que la realidad no se sufra tanto
ojalá que llueva café en el campo
…».

No sé si puedo pedirte que entres. Estoy seguro que no me atrevería a decir todas estas cosas que pienso y que provocas en mí. No tengo puesta la radio, es el Spotify. Sé que no tiene importancia pero, ahora te lo puedo confesar, soy muy de cambiar de tema cuando me da vergüenza decir algo. Suena la de «La Bilirrubina«. Como si hubieras entrado a verme.

«Me sube la bilirrubina
¡Ay! Me sube la bilirrubina
Cuando te miro y no me miras
¡Ay! Cuando te miro y no me miras
Y no lo quita la aspirina
…».

Debería atreverme. Aprovechar que vienes. Que vuelves. Darme cuenta de que te asomas a mirar. Ser osado y espontáneo. Llegan L@s Palom@s. La calle está llena de fiesta. Todo es baile, música y alegría. Suena «Visa para un sueño«. Debería lanzarme y cogerte de la mano, porque tengo el pasaporte para irme contigo y no volver. Llevamos la visa bien visible para que nos dejen fluir entre la gente de la fiesta.

«Buscando visa para un sueño (¡oh!)
Buscando visa para un sueño

Buscando visa, la razón de ser
buscando visa para no volver
…».

Pero sé que no será así. Porque el escaparate nos define y, a la vez, nos separa. Sin él no somos nada. Ni tú ni yo. Ni al contrario. Llegará la hora más triste de todos los días, el momento en el que dejas de mirar y te vas. Yo cerraré Juan Pedro Mercería y me iré, engalanado en parafernalia arcoíris, a bailar, a reír, a disfrutar. Quizás una «Bachata en Fukuoka«. Porque siempre llega, aunque nunca te haya dicho “hola”, el momento de decirte “adiós”.

«Y llegó la hora de partir y decir sayonara (con pocas ganas)
Y una palomita se posó en mi ventana
Kon’nichi wa, ohayoo gozaimasu
…».

Quizás en otro mundo, en otro escaparate. Seguro. Te buscaré. Me haré uno con la fiesta. Desesperaré por encontrarte en otro sitio. Dedicaré mi vida a encontrar tu escaparate. Y pegaré mi nariz en él. Para siempre…

«Quisiera ser un pez
Para tocar mi nariz en tu pecera
Y hacer burbujas de amor
Por donde quiera
Oh! pasar la noche en vela
Mojado en ti.
..».

Te espero mañana. Es viernes y abrimos en el horario habitual. Pero luego hay fiesta. Son “L@s Palom@s”.

Deberíamos aprovechar.

No me olvides.

Todo es cuestión de saber asomarse…

ISABEL (Una versión libérrima de Juan Pedro Mercería, con cordones trenzados, del cuento de Rapunzel de los Hermanos Grimm).

Érase una vez, cuando todas las cosas eran, y las veces contaban, una chiquilla llamada Isabel.  Y érase a la misma vez (porque si fuera en tiempos distintos costaría mucho enhebrar la trama) un chico sin nombre, que pasaba el día entre botones, agujas y cordones.

Isabel era una chica como todas las demás. Como todas las demás de aquellos tiempos. Una chica a la que cantaban aquello de “qué bien, qué bien, hoy comemos con Isabel”, y que no sabía de la existencia del chico sin nombre.

El chico sin nombre era un chico como todos los demás. Como todos los demás realmente tenía nombre, pero como no existía para Isabel, para ella era un chico sin nombre más.

Pasaba el tiempo y el chico seguía sin tener nombre para Isabel. Pasaba más tiempo e Isabel seguía aguantando a gente que quería comer con ella. Tanto tiempo pasó, que el chico le cogió gusto a eso de no tener nombre y empezó a pasar por la vida sin que nadie lo supiera, e Isabel, cansada de tanto preparar platos con latas de atún en aceite a la gente que quería comer con ella, acabó por encerrarse cada vez más y más en sí misma, y terminó por descubrirse recluida en la torre medieval de su castillo en el Casco Antiguo de Badajoz.

Y colorín colorado, todo este cuento habría terminado si el chico, contento con eso de no tener nombre, no le hubiera cogido gusto también a lo de pasear por las calles de Badajoz anónima e inadvertidamente. Colorado iba paseando una tarde de esas de mayo en Badajoz, de las que parecen Agosto en casi cualquier sitio del sur de España, cuando tropezó en un socavón de los que no había tenido tiempo de arreglar el Ayuntamiento antes de que llegaran las elecciones y, una vez terminadas, como diría aquel, ya pa qué…

-¿Te has hecho daño, chico?

¿Cómo? Era una voz, desconocida para él, que venía de lo alto de una torre medieval en medio del Casco Antiguo de Badajoz. Miró hacia arriba y la vio. Era Isabel. La del cuento de Isabel que todo el mundo creía que era el cuento de Rapunzel en versión libérrima de Juan Pedro Mercería.

-No, tranquila. Tú, eres Isabel, ¿verdad?

-Sí, ¿cómo lo sabes? ¿Me conoces?

-Todo el mundo te conoce en esta ciudad, Isabel. ¿Qué haces ahí encerrada?

-Todo el mundo quería comer conmigo en esta ciudad y me harté. Ahora me he quedado encerrada aquí arriba y nadie ya, ni quiere comer conmigo, ni viene a verme.

-Yo no quiero comer contigo. Ni siquiera sabes mi nombre.

-¿Por qué no me lo dices?

-¿Te interesa?

El chico sin nombre sintió que todo iba muy rápido. O Isabel iba muy lanzada, o él se estaba dejando llevar por aquello de ser una persona normal y hablar con la gente sin pensar que era, simplemente, un chico sin nombre. Pero una vez puestos, se lanzó como nunca…

-No te descuelgues. Échame algo por el balcón para que pueda yo subir a verte. No utilices tu pelo. Nunca me gustó el cuento de Rapunzel. No por ella, no por el nombre. Por aquello de dejar caer las trenzas para que alguien escale por ella. Échame un cordel.

-¿Qué dices?

-No te descuelgues. Échame un cordel dorado si quieres. Que parezca una trenza. Como si fueras Rapunzel. Pero no te descuelgues, ya subo yo cómo y con lo que pueda.

Acto seguido se dio cuenta de que había una puerta enfrente de él. La puerta tenía una cerradura muy antigua. Él tenía un imperdible en la solapa. Había sido punky antes de que le diera por esa manía de pasear por las calles de Badajoz anónima e inadvertidamente, y ahora le estaba dando por rondar princesas encerradas en torreones medievales. Intentó usar el imperdible para abrir la puerta pero al introducirlo con fuerza, vio cómo la puerta se abría. Ni siquiera estaba cerrada. Aquella historia no tenía la menor gracia. Para colmo, Isabel, la aprendiz de Rapunzel, había descolgado desde su atalaya un cordón que no inspiraba la menor seguridad para trepar por él. No lo habrá comprado en Juan Pedro Mercería, pensó. Y subió al torreón.

-¡Rapunzel!, digo Isabel. ¡Por fin!

-¡Qué ganas tenía de que alguien viniera a visitarme!

-Pues aquí estoy, si te valgo. ¿Tienes atún?

-Sí, si tengo, pero no me vales, lo siento. Ni siquiera sé cómo te llamas. Es más, hasta hace un rato ni sabía que existías.

El chico sin nombre no mostró desagrado ni enfado. Más bien al contrario. Se agarró del cordón que RapunIsabel había tendido anteriormente por el torreón y se deslizó hacia el suelo para volver a su rutina diaria de no tener nombre y pasear por las calles sin más.

¡Qué raro! ¡Qué cordón más áspero! –pensó. De repente, Isabel empezó a gritar desde la ventana, con medio cuerpo sacado hacia afuera y la cara desencajada. ¡Diantres! –pensó. Parece que me he agarrado de sus trenzas en lugar del cordón. Llegó al suelo dando un buen porrazo. Segundos después llegó ella. No se miraron. Los dos pensaron que habían empezado con mal pie. Él le confesó que había pensado “diantres” y se sentía sucio por ello. Ella se sintió sucia por no conocer el nombre del chico sin nombre pero no se lo dijo. Se miraron por un instante y decidieron, sin hablar, que irían juntos a comprar unas latas de atún en aceite Isabel y lo que surja.

Cuando pasaron un par de minutos, el chico sin nombre se dio cuenta de que estaba en Juan Pedro Mercería, comprando unos metros de cordón dorado. Solo. Se lo llevó a casa y lo trenzó fijándose en un patrón que tenía con un dibujo de Rapunzel. De ella nunca más se supo. Como de tantas otras princesas encerradas en un torreón medieval del Casco Antiguo de Badajoz.

Y colorín colorado, el cuento de Isabel, ahora sí se ha terminado…

Cuando pierdes el hilo de una historia…

– Perdona, pero tienes un hilo.

Claro que tenía un hilo. El problema de vestir con una prenda negra es que cualquier cosa que se quede encima se nota mucho. Tenía un hilo. Llamaba mucho la atención. Desde que no convivo con gatas había vivido tranquilo pensando que me podía poner la chaqueta negra sin riesgo de que se me vieran cosas de otro color encima. Pero no, tenía un hilo.

– ¿Te lo quito?

Lo peor de tener cosas de las que no te habías dado cuenta es esa tendencia a arreglarlas que suele tener la gente que te rodea. No, no es suficiente que no te hayas dado cuenta de tener un hilo sobre tu chaqueta negra, no, te lo quieren quitar.

– Ya está. Era largo, ¿Qué pasa? ¿Ahora te ha dado por coser?

Pues no sé por dónde empezar. Realmente no tendría por qué dar explicaciones. Pero me acaba de quitar un hilo. Quizás sea lo menos que deba hacer. El caso es que no sé muy bien qué responder.

«Tienes un hilo aquí…».

– Me has quitado el hilo. He perdido el hilo de la historia. Perdona, no es buen momento…

Me fui a casa. Me quité la chaqueta negra porque me sentía sucio. Después de dos duchas, a pesar de haberme enjabonado, frotado y aclarado a conciencia, me seguía sintiendo sucio. Pero no podía hacer más. Me recosté en posición fetal en mi cama esperando que todo pasara. Pero no pasó. De repente, entre llanto y llanto, sentí que me asfixiaba. Tenía algo en la boca.

¡El hilo! Aquí estabas. Ya sólo me falta encontrar la historia de nuevo…