2 de mayo: Manuela Malasaña, la joven costurera, sus tijeras y la Guerra de la Independencia.

Hoy es 2 de mayo. Una fecha señalada. Para el recuerdo.

Hoy es el día ideal para rememorar a Manuela Malasaña. Un apellido que, para mucha gente, sólo evoca al céntrico barrio de Madrid, en torno a la no menos conocida Plaza del 2 de mayo.

Evidentemente, todo está relacionado, y todo tiene un porqué.

Hoy es el día en el que recordamos a Manuela, una costurera de 17 años que murió un 2 de mayo de 1808 en medio de la revuelta del pueblo de Madrid contra la ocupación francesa. Pero, como la mayoría de las historias entre alfileres y botones que contamos aquí, tiene varias versiones.

Como ya hemos contado, Manuela fue una joven costurera que vivió entre 1791 y 1808. Se conocen su origen y el contexto de su muerte. Pero no con exactitud cómo pasó. Se sabe que consta en los registros de la época como la víctima número 74 de las 409 que fallecieron en aquel levantamiento popular. Era hija de Jean Malasagne, de donde se “españolizó” su apellido hasta el conocido Malasaña.

Algunos dicen que murió jugándose la vida por su padre. Ella y su madre proporcionaban munición y pólvora a su padre, que se batía con las tropas francesas en las calles de Madrid. En medio del fuego cruzado, una bala despistada alcanzó a nuestra joven costurera que falleció en el acto. Muchas obras de pintores han representado esta escena y muchos historiadores defienden este relato. Lo romántico de esa familia, con la joven costurera Manolita luchando por las calles contra los franceses. Con su padre falleciendo momentos después que ella, tras descargar toda su munición contra el enemigo. Sin embargo, esta historia parece que no es real. El certificado de defunción asegura que Jean Malasagne murió antes que su hija.

Como no puede ser de otra manera, otra versión, habla de una Manolita encerrada con sus compañeras costureras en su taller a la espera de que el fuego cruzado en las calles cesara. Dicen que al terminar los disparos, salieron y volvió a su casa. En ese camino fue interceptada por una patrulla de soldados franceses y, al verla portando unas tijeras de costura, le aplicaron una ley que indicaba que toda persona que llevara armas sin estar autorizada debía ser fusilada. Aquí vuelven a dispararse las versiones. Unos afirman que ocurrió así y fue fusilada en la famosa Plaza del 2 de mayo. Otros que intentaron abusar de ella y que para defenderse usó las tijeras de costura.

Sea como fuere, esta actitud de rebeldía, unida a su juventud y su trabajo de costurera, la convirtió en un símbolo de resistencia madrileña. Hasta el punto de ser recordada con su nombre en uno de los barrios más emblemáticos de Madrid.

Lo cierto es que, entre costuras, bordados y tijeras, emergió la figura de Manuela Malasaña. Llegando hasta nuestros días como un símbolo. Un símbolo y un icono que, cada 2 de mayo, es de justicia recordar.

El dedal en la primera foto jamás tomada de un agujero negro

¿Soy el único que ha visto un dedal en la primera foto tomada de un agujero negro?

Los dedales son unos instrumentos usados en costura para empujar la cabeza de la aguja cuando se da una puntada, para que esta entre con más facilidad y, evidentemente, no nos hagamos daño en el dedo al hacerlo.

Los dedales son los grandes olvidados de la costura. Los conocemos, sabemos para qué sirven a la hora de coser, seguramente todos tengamos alguno por casa, pero… ¿Los usamos?

Es más, ¿los usamos para lo que están concebidos?

Cuando llega septiembre, con el inicio del curso escolar, o incluso en enero, con el cambio de año, todos nos planteamos si deberíamos comenzar de una vez esa colección tan tentadora de “Dedales del mundo”. Si alguien se lanzó y la empezó (asumimos todos que NADIE NUNCA JAMÁS ha terminado ningún coleccionable de los que anuncian por la tele, sean de libros, fascículos, y mucho menos, dedales) seguramente estén cogiendo polvo en alguna vitrina, pero nunca se usaron para lo que están concebidos. ¡Cómo vas a usar un dedal de esos con lo bonitos que son!

Señora de mediana edad posa orgullosa junto a su colección de dedales para un reportaje del Diario La Provincia.

Hay recetas de cocina donde se usa el dedal como medida de algún ingrediente. Sobre todo en repostería. Ignoro la razón por la que se hace y, más aún, el motivo por el que la Oficina Internacional de Pesas y Medidas aún no lo ha adoptado el dedal como unidad de pleno derecho.

Dicen por ahí, aunque no hagáis mucho caso a lo que va diciendo la gente, que de todo hay, que incluso se utilizan como chupitos para tomar un reconstituyente de alguna bebida espirituosa.

Se han encontrado dedales en tumbas de faraones egipcios y provenientes de la antigua China, pero con un motivo ornamental y con categoría de joya.

Hay dedales de acero, de plástico, de cerámica (aunque estos no disimulan y directamente dicen que son decorativos), de silicona, de modista tradicional, de sastre, anatómicos, de acolchar… Pero, ¿los usamos? ¿Tan poca estima le tenemos a nuestros dedos como para prescindir de algo tan útil como el dedal?

Existen dedales para pintar, dedales para hacer trucos de magia, dedales para cuidar a los animales, dedales para pescar, dedales con usos sexuales, dedales para cepillarse los dientes…

Dedales para hacer guarrerías españolas.

Aturullado por esta diatriba mía sobre los dedales, esta semana me ha asaltado la primera imagen de un agujero negro tomada en la historia. Y, claro, no lo he podido evitar. He visto el dedal. Sí. Quizás esa sea la respuesta a todo esto.

¿Soy el único que ve un dedal en la primera foto tomada de un agujero negro?

Otro día, cuando pase todo este boom del tema del agujero negro y del dedal hablaremos de los dedos. Porque, usemos más o menos un dedal, ¿sabemos en qué dedo tenemos que ponérnoslo?

Pero esa ya, es otra historia…

Tocar el huso de la rueca o pincharte de realidad.

Hace un par de días, andaba yo alternando por los bares, como suele ser habitual en mí, cuando, de repente, una amiga de las que me acompañaban se pinchó con el huso de una rueca y con ello tuvimos que dar por terminada la noche, y casi nuestra amistad.

La historia puede tener su gracia, así, contada con distancia. Pero hay varias cosas que no encajan, algo de lo que me he dado cuenta al contarlo por primera vez a otra amiga que no sabe ni lo que es un huso de una rueca, ni alternar por los bares, ni que yo la considero mi amiga.

Para empezar, no encaja que yo alterne por los bares. Simplemente me paseo por zonas del Casco Antiguo donde hay muchos porque estoy permanentemente pendiente de pasar a mirar, de cuando en cuando, el escaparate de Juan Pedro Mercería, buscando alguna novedad para contar historias al respecto.


En segundo lugar, eso de pincharse con el huso de una rueca en una noche de alterne por los bares, no cuadra de ninguna manera. Hay auténticas leyendas sobre noches locas de todo tipo por los establecimientos de fiesta de Badajoz, pero nunca nadie conoció alguna en la que interviniera una rueca. De los pinchazos podríamos hablar, pero no en esta historia. De noches locas tampoco lo haremos, recuerden que nuestro horario habitual es de lunes a viernes, de 10:00 a 14:00 y de 17:00 20:00, y los sábados de 10:00 a 14:00. Además, eso de tocar el huso de una rueca es más propio de La Bella Durmiente e historias de ese palo.

Pero lo más inquietante de la historia, aunque no se hayan dado cuenta, es que afirmo, sin ningún tipo de rubor, que tengo amigas…

Sin entrar en valorar la verosimilitud de la historia, y en si les interesa o no, o no es más que una excusa para contar una historia desde Juan Pedro Mercería, lo cierto es que me hizo rebuscar en mis amplios conocimientos sobre cosas que no interesan demasiado a nadie, y empecé a darle vueltas (como si fuera la rueda de una rueca) al tema de pincharse.

Una vez con las vacunas pertinentes en regla (en esta página otra cosa no, pero somos totalmente intransigentes con el tema de los antivacunas) me encontré con todo el tema de la rueca y empecé a tirar del hilo (anda que no está bien traída la alegoría…).

Cuentan que pueblos germánicos fueron los que desarrollaron las habilidades hilanderas desde hace siglos y que fueron los que llevaron ese arte a Roma con todos sus secretos. Así encontramos lógico que la palabra de origen germánico “rukko”, que es la se usaba para denominar a la rueca, fuera adaptada por el latín vulgar durante las invasiones bárbaras al Imperio Romano y pasara a ser “rucca” para que, en torno a 1400, pasara al español como “rueca”.

También cuentan y se cree que la rueca era un instrumento de origen indio, llamado en aquel entonces “torno de hilar”, y que fue desarrollado en la India alrededor de 500 años antes de Cristo para acabar entrando en Europa en la Edad Media.

Bandera pro independencia de la India de 1931 con una rueca como emblema central.

Cualquiera que lea con atención lo descrito en los párrafos anteriores podrá ver que algo no encaja. A menor nivel de lo de mi amiga pinchándose con el huso de una rueca en una noche de alterne conmigo por los bares del Casco Antiguo de Badajoz, pero no encaja.

El caso es que no les puedo explicar mejor las cosas. El tema de la rueca es algo de lo que llevamos tiempo queriendo hablar y contarles una bonita historia, pero desgraciadamente, no acabamos de conseguir darle la forma adecuada.
Quizás arrastre un poco el cansancio de alternar por los bares o que las vacunas me están haciendo reacción pero no me encuentro en mi mejor momento. Hay quien dice que, como no tengo amigas ni alterno por los bares, seguramente todo sea fruto de mi imaginación. Que el que me he pinchado soy yo, y que esta historia no va a ningún sitio porque me estoy quedando dormido mientras ordeno bobinas de hilo por tonalidad cromática en los almacenes de Juan Pedro Mercería.

Lo cierto es que tengo mucho sueño. Ya continuaremos en otra ocasión, disculpen ustedes…

Soy ese imperdible perdido en alguna chaqueta que ya no te pones.

Creo que no te lo he contado tantas veces como para que lo recordaras. Para que no lo olvidaras. Para que no lo perdieras entre tus cosas, entre tus recuerdos. Soy aquel imperdible perdido en esa chaqueta que has dejado de ponerte hace algún tiempo.

Sí. Eres de las que pierden imperdibles. Aunque esto sea algo que resulte del todo paradójico. Pierdes imperdibles. Algo que en su nombre indica la imposibilidad de que lo hagas. Pero lo consigues. Soy ese imperdible perdido en alguna chaqueta que ya no te pones.

Existe una campaña silenciosa (no podría ser de otra manera si hay imperdibles de por medio) que se ha levantado ante Trump, y contra políticas de odio y desprecio a ciertos colectivos o razas, que consiste en ponerse un imperdible en algún lugar visible para mostrar solidaridad y apoyo a esas razas o esos colectivos. “Estás a salvo conmigo. Estoy a tu lado” es el mensaje que la campaña quiere transmitir a inmigrantes, mujeres, personas homosexuales o con discapacidad a través del simple gesto de colocarse un imperdible. Del estruendo del imperdible como símbolo del punk a la solidaridad discreta y silenciosa.

No lo olvides. Estamos a salvo juntos. No lo pierdas. Creo que no te lo he contado tantas veces como para que lo recordaras. Para que no lo olvidaras. Para que no lo perdieras entre tus cosas, entre tus recuerdos. Soy ese imperdible perdido en alguna chaqueta que ya no te pones.

La importancia de unas buenas medias o unos buenos pantys.

¿Medias o pantys? ¿Cuál es la diferencia?

Se llama medias a las prendas femeninas que cubren las piernas, desde los pies hasta media pantorrilla o hasta medio muslo y son pantys, las que cubren de pies a cintura.

Hoy os quería contar una historia muy corta. Pero ni siquiera os la voy a contar. Voy a aprovechar que hago como si os la estoy contando para contársela a ella. No voy a contar la diferencia entre pantys y medias. No. Voy a contarle a ella que me he comprado unas medias muy bonitas. Me he comprado unas medias muy bonitas y de buena calidad. Es importante elegir bien las medias. La relación calidad – precio es vital. En Juan Pedro Mercería tienen lo que necesitamos. Me he comprado unas medias muy bonitas y de buena calidad. De esas que a ella le gustan. Le tengo que contar que se las voy a dejar probar. Seguro que le quedan de cine. Que luego se las voy a quitar. Y que tengo mil millones de ideas de cómo usarlas los dos juntos. Porque son muy suaves y resistentes. De buena calidad. Las he encontrado de excelente relación calidad – precio. Porque quiero que ella y yo descubramos cuánto nos pueden durar unas medias usándolas bien. Cuánto nos pueden durar unas medias volviéndonos locos. Que es como se usan bien. Pero creo se lo voy a contar. Voy a dejar para otro día la historia corta que tenía en mente sobre medias y pantys. Y lo que le iba a contar a ella sobre la importancia de la relación calidad – precio a la hora de comprar unas medias.

Quizás esa ya sea otra historia…

Por San Valentín, Bette Davis me regaló un calcetín.

Hoy es San Valentín. Un día en el que algunos celebran el amor y otros remiendan los rotos. Luego estamos los demás. Los que celebramos lo que nos parezca cuando nos parezca. Hubo un tiempo en el que, preso de mi adolescencia, San Valentín rimaba y tenía mucho que ver con calcetín. Pero no es el día de contarlo. Tampoco se me ha terminado la adolescencia aún. Sólo sé que se me da bien remendar. Sé coser los rotos. Cerrar los sietes. Zurcir los calcetines. A veces, incluso arreglar corazones. Pero hoy es San Valentín. El día en el que algunos otros celebramos la luz del corazón de Bette Davis.

El corazón de Bette Davis siempre ha sido una de las grandes incógnitas en el mundo del cine. Hasta tal punto que hay varias leyendas al respecto. Sobre la dureza y lo irrompible de su corazón. Tantas que hasta se acuñó el término de “tener el corazón de Bette Davis” para nombrar a gente excesivamente fría e inaccesible. Todos hemos conocido a alguien así. Incluso yo. Yo estuve enamorado de alguien así:

-¿Eres mala?

-No soy mala. Eres tú.

No era mala. Sólo se decía que le habían trasplantado el corazón de Bette Davis. Bette Davis no se adaptaba bien a nuestros días. Pero sabía amar. Joder si sabía amar. Alguien que ama como Bette Davis no puede ser mala nunca.

-¿Por qué eres tan mala conmigo?

-No soy mala. Eres tú

Entonces comprendí que no era mala. Era yo. No sé amar. Alguien que no se deja amar por Bette Davis no puede ser nunca amado. Aunque tenga el corazón de otra.

Hoy es San Valentín. Celebramos muchas cosas. Remendamos muchas otras. Algunos aún recordamos que el corazón de Bette Davis no se puede remendar. Porque nunca se supo que se hubiera roto. No como los nuestros. Les dejo. Voy a zurcir un calcetín que me regaló una chica con el corazón de Bette Davis para celebrar tal día como hoy.

Amen.

Siempre.

Y zurzan lo roto.

Si les apetece…

La Costurera Inacabada.

La historia de hoy va sobre dejar cosas a medias. No sobre medias, que es un género que trabajamos muy bien en Juan Pedro Mercería, ya hablaremos otro día de eso. La historia de hoy reúne a una joven mujer cosiendo, a Velázquez, a cosas que dejamos sin terminar, a Vermeer y al servicio postal francés.

Empecemos por el principio:
Recibí una carta sin remite. Mandar una carta sin remite, en estos tiempos, es como tirar la piedra y esconder la mano, o como decir algo por internet escudándote en el anonimato de una cuenta sin tu nombre. Algo que no trae nada bueno. Realmente, recibir una carta en estos tiempos, ya por si solo, no augura nada bueno. La carta tenía una tarjeta de Juan Pedro Mercería con unas líneas al dorso que decían “Busca La Costurera inacabada de Velázquez. Tiene algo que contarte”. También había en el sobre un hilo enhebrado en una aguja de las más habituales. Sobre el hilo no voy a extenderme mucho porque, si sois habituales de esta página ya sabéis que hemos hablado alguna vez de ellos y de las agujas hablaremos próximamente. Pero lo que más me llamó la atención de la carta era lo que había fuera, en el sobre. La ausencia de remite y un sello del Servicio Postal Francés del cuadro “La costurera” de Vermeer.

Dado lo ocupado que ando últimamente terminando mi traje de carnaval, lo único que se me ocurrió es no hacer mucho caso al asunto y usar el hilo y la aguja para seguir cosiendo los botones de fantasía que lleva mi disfraz de este año. Como no podía ser de otra manera, me pinché. Supongo que no me quitaba de la cabeza la carta sin remite y lo de buscar «La Costurera» inacabada de Velázquez. Así pues, decidí investigar un poco el asunto haciendo caso a la tarjeta. Lo de investigar os lo iba a contar como si fuera algo importante o relevante pero, hoy en día, el verbo investigar tiene una acepción muy común que es “buscar en Google”. No sé si por el mareo que me estaba produciendo la pérdida de sangre por el pinchazo con la misteriosa aguja o por los tiempos que vivimos, me pareció ver que el primer resultado que me sugería Google al ir poniendo “Velázquez” fue “Velaske, yo soi guapa?”. Evidentemente, pinché, como antes me había hecho la aguja sin yo querer. El resultado no os sorprenderá.

«La lechera» (Johannes Vermeer)

Una vez repuesto de los mareos por la pérdida de sangre y el visionado de lo de “Velaske” tras tomarme un buen café con dulces, reparé en que el dibujo que había en el bote de leche condensada (sí, sé que no tengo cuerpo como para seguir abusando de la leche condensada como complemento en todas mis meriendas pero eso no viene al caso ahora) me recordaba mucho a un cuadro del mismo estilo al que había en el sello que venía en el sobre de la carta. Hice lo que hace cualquiera en esos casos. Abrir otra ventana de Google e iniciar otra búsqueda. Se trataba de “La Lechera” de Veermer. Así descubrí que el cuadro del sello también se llamaba “La encajera” y que el pintor era el mismo que el de la película en la que Scarlett Johansson hacía de “Joven de la perla”, Vermeer.

Scarlett Johansson como «La joven de la perla».

Me empezó a estallar un poco la cabeza con tanto dato. Será la pérdida de sangre por el pinchazo, pensé, y decidí huir hacia la otra ventana abierta con la búsqueda de Google sobre Velázquez.

Resulta que hay un cuadro en la National Gallery of Art de Washington que está inacabado y que se llama “La Costurera” o “Mujer joven cosiendo”. La National Gallery of Art de Washington viene a ser como el MEIAC, un sitio con obras de arte dentro pero en Washington (como su propio nombre indica) en lugar de en Badajoz. Como, sea por lo sea, no suelo ir a Washington muy habitualmente, me dediqué a darme un paseo por el MEIAC viendo lo que había allí. Hasta que me dijeron que iban a cerrar y me di cuenta de que me había perdido otra vez en las historias y que me volvía a sangrar el dedo debido al pinchazo de la aguja que venía en el sobre. Recordé que en el MUBA, había ahora mismo un cuadro de Zurbarán, que no es Velázquez pero que da un aire. Emprendí camino hacia él hasta que, preso de la pérdida de sangre y de mi habitual exceso de leche condensada en la misma, me tuve que sentar para reponerme. Volví a mirar en Google. La cosa cada vez me agobiaba más. ¿Cómo una aguja dentro de una carta sin remite que llevaba un sello de un cuadro de una encajera podría estar agobiándome tanto? Según la Wikipedia el cuadro de La Costurera es atribuido a Velázquez y no se sabe demasiado bien por qué no está acabado. Digo yo que no sé por qué tanto misterio. Se dedicaría a otra cosa, no encontraría los materiales adecuados, le llegaría alguna carta sin remite que le obsesionara con otra historia… Y me acordé del traje. Del disfraz. Miré de nuevo en Google la fecha en la que estábamos y cuándo empezaban los Carnavales. Hice un rápido cálculo mental y pensé que iba muy apurado de tiempo para terminarlo. Busqué en las aplicaciones del móvil la calculadora e hice la cuenta de los días. Sí, confirmé que quedaba poco tiempo. Vi que tenía varias ventanas de Google abiertas pero que todas estaban diciéndome que si había acabado de mirarlas, que las cerrara o terminara con ellas. Me di cuenta, una vez más, que estaba dejando cosas a medias, cosas sin terminar. Y pensé en Velázquez. ¿Quién era yo para valorar sus cuadros inacabados cuando tenía a mi disfraz esperando? Ya no recuerdo más. Seguramente me quedé sin batería…

«La costurera» o «La encajera» (Johannes Vermeer).

Me desperté del mareo. Me di cuenta de que el disfraz que estaba cosiendo estaba lleno de sangre. Por un momento enloquecí preso de la desesperación. No hay tiempo para arreglarlo ni para empezar a hacerme otro. Pero, os contaré un secreto: sé que no es lo más recomendable pero saldré con ese disfraz. Aunque nunca lo reconozca en público, hay veces que es mejor dejar cosas inacabadas que terminarlas mal…

«La costurera» o «Mujer joven cosiendo» (Inacabado, atribuido a Velázquez)

Pero esa ya, amigas y amigos, es otra historia.

Se nos rompió el cordel de tanto usarlo (y Banksy).

Se ha puesto de moda una antigua leyenda oriental que dice que las personas que están destinadas a encontrarse y estar juntas están unidas por hilo rojo invisible. Este hilo, atado a sus dedos, por más que estas personas no se encuentren o se distancien la una de la otra, siempre se mantiene y no se rompe por más que se alejen. Permanece eternamente atado a sus dedos y no desaparece por mucho tiempo que pase o por mucha distancia que haya entre ambas personas.
Se ha puesto más de moda aún no pararse a pensar en lo que nos cuentan estas leyendas. En cuánto de verosímil tienen. Pues no, hoy no vamos a destrozar esta belleza como si fuéramos con unas tijeras a cortar ese hilo rojo infinito para colarnos en medio de esas dos personas porque tenemos interés en una de ellas y no queremos interferencias. No, sólo me van a permitir que ponga sobre el mostrador de Juan Pedro Mercería y aquí, en sus historias, una salvedad:

¿Hilo rojo invisible? Si es invisible, ¿cómo sabemos que es rojo?

Aquí es cuando viene el lío. Habrá quien deje de leer porque encontrará este análisis fuera de lugar o, al menos, carente de una visión de la vida romántica o desesperanzada. Otros recordarán a El Principito con aquello de que “lo real es invisible para los ojos” y que “sólo con el corazón se puede ver bien”. Pero es lo que tienen estos cuentos e historias de Juan Pedro Mercería: están creados para que todo el mundo quepa en ellos. Hasta quienes con el título se han ido rápidamente a la canción que popularizó Rocío Jurado sobre eso de romperse el amor de tanto usarlo.

«Girl with ballon» (Niña con globo).

Obviamente, como bien sospecharéis ya, optamos por tirar por la calle menos transitada y, sin lugar a dudas, más interesante. Como hacemos para casi todas las cosas. Esto del hilo rojo y el cordel nos lleva a Banksy y muchas de sus famosas obras.

No vamos a decir por aquí que sabemos quién es Banksy porque, o bien sería mentira, o bien tendríamos que mataros si os lo confesamos. No. No sabemos quién es Banksy. Guiño, guiño, codazo, codazo. Si nos atenemos a lo que se sabe oficialmente, prácticamente Banksy podría ser cualquiera. Hasta yo misma. O tú. O ese vecino que parecía normal y siempre saludaba. ¿Es Banksy un jugador de veintitrés años del Leganés B? ¿Es un dependiente de un Donner Kebab de Berlín? ¿Quizás un coreógrafo que trabaja para Lady Gaga y que hizo sus prácticas en el New York City Ballet? ¿Es uno de los que creaban test para adolescentes en la SuperPop y que se quedó en el paro hace algunos años? ¿Es el alto de Simon y Garfunkel? ¿O quizás el más feo de los hermanos Cano, de Mecano? No, no sabemos quién es el más feo de los Hermanos Cano, de Mecano. Ni tenemos interés en saberlo. Además, entendemos que es una discusión que no tiene una respuesta fácil. Para mi madre el guapo siempre era José María porque era un tío como Dios manda, guapo y aseado, formal y sano, no como el otro que, era el guapo para mi primera novia, Nacho, más moderno y a la última, no como el soso de su hermano. Nada, que nos hemos vuelto a perder. Estábamos buscando a Banksy aunque hemos dicho que ni sabíamos quién era en realidad ni que, aunque lo supiéramos, podríamos decirlo.

La imagen que acompaña esta historia, que se ha hecho muy famosa en los últimos tiempos, se trata de “Girl with ballon” (Niña con globo). En ella se ve a una niña a la que se le escapa un globo con forma de corazón, posiblemente* porque se le rompe el cordel con el que lo agarraba. Es una imagen que impacta por una belleza teñida de cierta amargura. ¿Se le rompió el cordel? Lo seguro es que fue una obra que se subastó hace unos meses en la conocida casa de subastas londinense Sotheby´s por 1,2 millones de euros, suponiendo, en ese momento, un récord para las obras de ínclito personaje. Y es importante recalcar lo de en ese momento porque, a los cinco segundos de ser adjudicada a una compradora, se autodestruyó sin que nadie pudiera evitarlo pasando a convertirse en “Love is in the bin” (El amor está en la papelera).

«Love is in the bin» (El amor está en la papelera).


De un amor dejándose llevar por el viento, escapando probablemente** porque el cordel se rompió, pasó a caer en una papelera con el resto de desperdicios. ¿Existe alguna alegoría mejor a la canción de Rocío Jurado? A la de “se nos rompió el amor de tanto usarlo” no a la de “como una ola”, que de esa ya hablaremos otro día.

Recordamos otra antigua leyenda oriental. Otra que también tiene que ver con cordeles e hilos pero que no la suelta tu amiga cada vez que habla de un fracaso sentimental y que nos lleva a la obra siguiente, a la que está debajo de estas líneas. Una obra en la que Banksy nos enseña que si te agarras bien a un buen cordel, el amor te lleva. Sin entrar en si es el hilo rojo infinito o en si puedes o no ir acompañado. Simplemente, compra un buen cordel, agárralo y déjate llevar.

A mí, ya me perdonarán la osadía, me parece mucho más bonita esta obra que la otra por la que se pagó tanto dinero y se autodestruyó. En esta obra se ve cómo el amor nos eleva si nos agarramos bien de un buen cordel, pero también se ve que podemos escapar de cualquier sitio.
Y, sobre todo, que si vamos acompañados todo puede ser mucho mejor.

Rompa lo que rompa Banksy o Rocío Jurado.


Gracias por acompañarnos, no se suelten del hilo rojo invisible que nos une, por favor.

*(Según la R.A.E. Posiblemente: Probablemente, quizá.).
**(Según la R.A.E. Probablemente: De manera probable).

Calzoncillos largos, ¿sí o no?

Yo una vez ligué. Sí, sé que este no es el sitio ni el lugar para hacerlo público, pero es importante para la historia que Juan Pedro Mercería os quiere contar hoy. Yo una vez ligué y me llevó una chica a su casa. Era un sábado frío de enero. De esos eneros que hacía frío, no como este. Porque esto ni es frío ni es na, antes sí que hacía frío, sí que pasábamos hambre, sí que jugábamos con cualquier cosa y salíamos con quinientas pesetas y volvíamos a casa con dinero. Bueno, que me lío y me pierdo. Volvamos a la historia. Yo, con toda la emoción del mundo (nunca he sido muy hábil en eso de ligar y se me notaba inexperto y a la vez hiperilusionado), me dejé llevar por las artes amatorias de la muchacha en cuestión. Hasta que llegamos al momento clave que desencadenó todo:

-Te imaginaba con calzoncillos largos.
Me dijo ella.
¿Tan friolero me imaginabas?
-No. Pero como ahora vuelven a estar de moda…
-¿Tú crees que yo voy a la moda?
-Pues, ahora que lo dices, la verdad es que no. Pero no sé, tienes un aire modernillo que creía que…

Sí. No suena creíble. Pero sólo puedo tirar de mis recuerdos para contaros esto y en mis recuerdos es más o menos así. Aparcaré la narración literal de lo ocurrido y me centraré un poco más en intentar descifrar lo que pasó por mi cabeza y todo lo que me ha hecho pensar desde entonces hasta hoy. Hasta ese momento yo, cuando hablábamos de calzoncillos y de inviernos fríos, sólo pensaba en la ligera línea que separa llevar unos calzoncillos largos a salir a la calle con el esquijama debajo de los pantalones. Nunca sospeché que podía ser una tendencia, una moda o ni tan siquiera confesable. Siempre he tenido la imagen del calzoncillo hasta los tobillos de las películas del Oeste. Como mucho, sin entrar en detalles, concebía el calzoncillo largo como una prenda adecuada que podría estar bien ponérselos para dormir. Incluso para hacer una salida en época de frío a la montaña, o a la nieve a tirarse de una ladera encima de un plástico. Aquello de ande yo caliente y ríase la gente.

En cualquier caso, para mí los calzoncillos nunca habían sido objeto de estudio ni de debate público. Yo, como todo varón de provincias, he usado los calzoncillos que me ha ido comprando mi madre. Hasta que descubrí Juan Pedro Mercería y empecé a interesarme por el tema. Hasta entonces, lo más que había llegado a decidir o debatir sobre el asunto era más por el asunto que va más dentro. Sí, aquello de filosofar sobre la manera de colocarte las partes dentro del calzoncillo. Porque no todo vale. Lo sabemos.

Nacimos y siempre han estado ahí. No sabemos muy bien si es importante que sean de una forma u otra, simplemente nos empujaron a llevarlos y de allí hasta que te paras, como me pasó a mí, a pensar en ello. Calzoncillos o gayumbos. Porque sí, también se les llama gayumbos (en este momento sigues dudando si se escribe así o con “ll”) que es una palabra de la que se desconoce su origen y que, a pesar de que en argot ha sido muy usada desde principios del siglo pasado, la R.A.E. no la aceptó hasta 2014.

Pero, sin entrar en matices cromáticos ni de tejido, ¿de qué tamaño deben ser? ¿De qué tipo? Si te pones un tanga y no eres un adonis estás ridículo. Si te los pones de tela tipo bañador y no eres pijo, estás ridículo. Si te pones unos bóxers muy cortos, estás ridículo creyéndote metrosexual. No hace falta que comente nada de los tangas masculinos, obviamente…

Si está todo condicionado e inventado, ¿por qué no vamos al origen? Quizás ahí esté la clave. Usamos calzoncillos porque, según cuentan, lo hemos heredado de los romanos. Si miramos la etimología de la palabra, a esa prenda de ropa interior masculina la denominaron “calza”, en latín vulgar “calcea”, que venía de “calceus” que significaba, he aquí el quid de la cuestión, “zapato”. Parece ser que, originariamente, los calzoncillos iban del pie a la rodilla, y luego al muslo. Los calzones serían más tarde las calzas que llegarían a la cintura. Más tarde, se llamaría calzoncillos a los calzones recortados a la altura de las ingles. O sea, los actuales slips. Pero de repente, aparecería algo copiando a los pantaloncitos que usan los boxeadores que serían los bóxers.

Un lío, vamos, que no nos lleva a ningún sitio y que no me aclara ninguna duda. Ni siquiera aquellas dudas que tuve cuando ligué e iba de camino a casa de aquella chica. En aquellos momentos que surge en la mente de todo hombre ese interrogante sobre si llevaría o no puestos los calzoncillos limpios y nuevos por si pasaba algo y tenía que ir al médico sobre lo que le insistió tanto su abuela desde pequeñito. Yo, más moderno y desprovisto ya del manto protector de las enseñanzas de mi abuela, sólo pensaba en si llevaría puestos mis calzoncillos de la suerte y si el que estuviera yendo a casa de esa chica suponía que ella llevaba sus bragas preferidas. Porque hay una conexión especial, eso es indudable, entre los calzoncillos de la suerte de un chico y las bragas preferidas de una chica todas las veces que se liga.

No sé, quizás tenga que pasar por Juan Pedro Mercería, aprovechando sus ofertas y que es mi mercería amiga (y cada vez la de más gente porque todo el mundo necesita una) a que me asesoren y me expliquen si tengo o no que llevar calzoncillos largos. Solo espero que, cuando vuelva a ligar y todo sea maravilloso en mi vida, cuando pase el tiempo y toda la maravilla se torne en pena y decepción, quedarme al menos con la ilusión de que ella, al echarme en cara inevitablemente la frase de “Bridget Jones: Sobreviviré”, «Creo que cometí un terrible error al dejarte entrar a ti y a tus calzoncillos doblados en mi vida”, cierre el cajón con una sonrisa y piense que, yo era un chico con clase y moderno que llevaba calzoncillos largos…

Las madejas de lana, échate una rebequina que refresca y Alfred Hitchcock.

A Alfred Hitchcock le fascinaban las rubias. No hay más que hacer un repaso por todas sus películas para darse cuenta. Lo que no cuentan sus películas, ni ningún biógrafo, autorizado o no, es que era un apasionado por el punto. Sí, vivimos tiempos de revival, épocas en las que se ha puesto de moda volver a eso que tanto hacían nuestras abuelas. Coger un par de agujas y una madeja de lana y tejer. Tejer gorros, bufandas, suéters, o, como es el caso que nos ocupa, rebecas.

Alfredito era más de chaqueta que de rebequina…


No hay datos de que a Alfred Hitchcock, a la manera de los hipsters modernos, le diera por tener punto entre amigos para relajarse. No vamos a ser nosotros los que abramos ese melón. Lo que sí sabemos es que si Alfredito viviera y se sintiera con ganas de integrarse en la élite cultural y moderna del Casco Antiguo de Badajoz, sería un cliente habitual de Juan Pedro Mercería (tu mercería amiga y cada vez de más gente, porque todos necesitamos una) para renovar los colores de sus creaciones, sus agujas de punto, sus madejas de lana interminables…

Lo que nunca podremos negar a Alfredito es, que aparte de horas y horas de maravilloso suspense y mágico cine, nos dio algo de lo que sólo nos acordamos cuando refresca pero que siempre conviene tener a mano: una prenda de lana hecha a mano, abierta por delante y abotonada hasta el cuello. LA REBECA. Sí. Posiblemente fue, a diferencia de tantas otras cosas que hizo, inintencionadamente. Pero Alfredito, con su maravillosa película “Rebecca” dio, sin saberlo en ese momento, nombre a una prenda de vestir. Una prenda que lleva puesta casi toda la película la protagonista, Joan Fontaine, y que, casualmente daba nombre a un personaje del que se habla continuamente en la película, que es clave en la trama, pero que NUNCA LLEGA A APARECER.

Sí, amiguitas y amiguitos, el nombre que le damos a esa prenda de la que estamos hablando, surge de un personaje que no sale en una película que tiene ese nombre.

Pero, si la prenda ya existía, ¿cómo se llamaba antes de que apareciera “Rebecca” en 1940? Pues aquí nos vais a perdonar. Juan Pedro Mercería lleva toda la vida abierta en el Casco Antiguo de Badajoz pero ese “toda la vida” no implica 1940. Llámanos tiquismiquis. Sólo podemos apuntar al nombre anglosajón, que aún se usa, de cardigan. Y el cardigan nos lleva a un grupo musical sueco que tanto nos gustaba en los 90 y que creemos que debe haber desaparecido tras un cajón de madejas de lana o algo peor porque no sabemos de ellos hace bastante tiempo. Quizás tenga algo que ver con el Secreto de Manderley…

Y otro día, si el clima lo permite, os contaremos la historia de James Thomas Brudenell, séptimo conde de Cardigan, que dio nombre a la rebequina antes de que la llamáramos rebequina. Porque el séptimo conde de Cardigan tiene una gran historia detrás. ¿O no tiene una historia detrás alguien que dirigió la suicida Carga de los Cuatrocientos o Carga de la Brigada Ligera en la Guerra de Crimea y que ha pasado la historia por dar nombre a la prenda de lana tejida a mano que llevaba habitualmente puesta más que por su carrera militar?
Pero esa ya, amiguitas y amiguitos, es otra historia…