Los cuentos y las historias no llegarán nunca a LA HISTORIA.

Esto no es lo habitual.

No es ni un cuento, ni una historia. Es LA HISTORIA. Y todas, eso sí, entre alfileres y botones. Esta es una HISTORIA de superación, de aprendizaje, de adaptación a los cambios, tiempos y situaciones personales.

Desde Badayork nos han hecho este vídeo con las palabras del cabeza de Juan Pedro Mercería:

Decían en «La grande bellezza» (Paolo Sorrentino, 2013): «Qué tenéis en contra de la nostalgia, ¿Eh? Es la única distracción posible para quien no cree en el futuro».

Nosotros creemos en el futuro. Y en días como estos es muy importante decirlo. Seguimos creyendo en el futuro, en los cuentos y las historias, en Juan Pedro Mercería, en vosotras y vosotros, en la HISTORIA.

Creemos hasta en la nostalgia…

Historia de un matrimonio (versión cuarentena pacense).

INTERIOR SALÓN DE LA CASA – DÍA:

A pasea despreocupado. Busca el mando a distancia del televisor en la mesa. Lo encuentra y se sienta en el sofá mientras enciende Teledeporte. Parece que está dispuesto a ver un partido clásico de algún deporte. Pone los pies en la mesa. S mira con desgana y le reprende:


– Cámbiate los calcetines, anda.
– ¿Pa qué? Si no voy a salir…
– Porque llevas un tomate que me río yo del de Miajadas.
– Me los quito pero no los voy a tirar, que te conozco, que es lo quieres de verdad.
– Los deberías tirar. Con ese agujero cada vez más grande…
– Y, además, que nunca te han gustado.
– Nunca me han gustado.
– Pues cuando estábamos solteros bien que te gustaban.
– También me gustabas tú, y míranos ahora.
– Pues que sepas que me lo voy a remendar. Yo sí que sigo luchando por lo nuestro. Voy a zurcir el agujero.
– ¿Tú y cuántos más?
– Yo sólo, porque parece que soy el único que apuesta ya por lo nuestro.
– Yo también apuesto por salvar lo nuestro. Por lo que no apuesto es por ese calcetín no porque sepas dar ni una puntada…
– ¿Qué no? Pues te vas a enterar, vas a pedir besarme el pie con el calcetín en cuanto lo tenga arreglado…

A apaga la tele y desaparece de la escena con evidente malestar. Ella resopla.

INTERIOR SALÓN DE LA CASA – DÍA:

A vuelve al salón. S está en el sofá leyendo un libro, despreocupada. Se miran en silencio. Los dos esperan a que sea el otro el que diga algo. S cierra el libro, lo pone en la mesa y se dirige a A con una sonrisa sarcástica y condescendiente.

– ¿Qué pasa? ¿Ahora vas descalzo?
– Sí, ¿también te molesta?
– Casi lo prefiero. Pero, si te constipas, ya sabes…
– ¿El qué?
– A la primera tos, aislado en la habitación.
– Ya, claro, eso es lo que te gustaría. Pues si me aíslo tú no puedes entrar.
– Esa es la idea. Te aíslas en el cuarto de los trastos, ya sabes.
– De allí vengo, no te preocupes.
– Y… ¿Has cosido el calcetín?
– No.
– Ya decía yo…
– ¿Ves como no ibas a poder? ¿Ves como no sabes? ¿Lo has tirado ya?
– No he tirado nada.
– Pues tíralo.
– Sé hacerlo.
– Pues hazlo y cierra la boca. Y ponte algo, que te vas a constipar.
– Eso es lo que te gustaría a ti.
– Pues sí, mira. Y así no dejas el sudor por el suelo, que parece que te gusta limpiar ahora.
– Y a ti parece que te molesta que limpie.
– ¡Tampoco hay que limpiar todos los días!
– Ni arreglar los calcetines.
– No sabes, ¿verdad?
– ¡Sí sé!
– Pues, ¡hazlo!

– No puedo.
– No sabes.
– No puedo, que no es lo mismo.
– ¿Por qué no puedes?
– Porque no se te ha ocurrido decirme dónde está la caja de la costura?
– ¿Quién te ha dicho que en esta casa hay caja de la costura?
– En todas las casas hay una. Y en esta no la veo.
– ¿En cuántas casas has vivido tú? En casa de tu madre había, seguro, pero dudo que la usaras alguna – vez.
– Y en casa de R. Allí también. No he vivido en más casas.
– Vaya, ya salió R. Ya hacía tiempo que no nombrabas a tu ex, esa que ya no te importa con quién se junta ni dónde va porque ya la has olvidado y sólo me quieres a mí.
– ¡A ella no la metas en esto! No viene a cuento.
– Pues mira, la voy a defender por una vez: en esa casa había caja de la costura porque era suya y la usaba para coserte los putos calcetines.
– Cuando vivía con ella este calcetín estaba estupendo. Se rompió en esta casa.
– ¡Pues zúrcelo! Estoy deseando que lo hagas…
– No encuentro la caja de la costura, ¡COÑ..!

– ¡Está en el cajón de mis bragas! Pero no te va a servir de nada.
– Eso quisieras tú.
– No te va a servir de nada porque no hay hilo para esos calcetines.
– Eso lo tendré que ver yo. Me vale cualquiera.
– ¿Recuerdas, hace dos semanas, cuando te dije que pasaras por Juan Pedro Mercería a por las boninas?
– Claro, y las traje.
– No, no las trajiste.
– Pues voy ahora.
– ¡Eres imbécil! Te crees que van a estar abiertos para ti, para la urgencia de primera necesidad del puñetero calcetín de la suerte del niño…
– Pues no veo por qué no…
– Porque no. Y punto.
– Cuando todo esto acabe…
– Cuando todo esto acabe, ¿qué?
– Pues que iré a Juan Pedro Mercería y te vas a enterar.
– Enterar, ¿de qué?
– De lo que sea, ya verás…
– Ya veremos…

A abandona el salón entre lágrimas. S da la espalda a la cámara como si quisiera esconder las lágrimas. La música sube de volumen y la cámara se aleja del plano del salón.

FUNDIDO A NEGRO


Cuando todo esto acabe…

El fantástico cuento del abalorio lisonjero.

Érase que se era (porque hay cuentos que tienen que empezar de manera distinta a “érase una vez”) un pequeño abalorio lisonjero que iba por la vida repartiendo sonrisas. Sonrisas que tornaron en mueca una vez que se vio solo. Solo y desamparado. Desde que se cayó de aquella prenda tan bonita, el abalorio iba dando vueltas por el mundo. El mundo, como todos los mundos que hay, era su entorno más cercano. Y el de nuestro héroe lisonjero, como el de muchos otros de los cuentos de Juan Pedro Mercería, se circunscribía al Casco Antiguo de Badajoz. Calle Abajo o calle arriba, ya me comprenderán. El abalorio, no es que estuviera triste, es que iba llorando por las esquinas. No conseguía más abalorios con los que conformar un bello adorno o complemento. Toda su vida había sido de lucirse junto a otros abalorios.
¿Qué será de mí? ¿Qué será de mí si no consigo otros abalorios con los que juntarme? ¿Pasaré el resto de mi vida como un abalorio perdido? ¿Me tendré que conformar con los espacios que queden sueltos porque se pierden otros abalorios?
¡Déjate de lágrimas lisonjeras! Así nunca conseguirás nada, le dijeron.
¿Quién me habla?, respondió turbado. Turbado como puede turbarse un abalorio, lisonjero o no, que está solo, sin más abalorios que le acompañen formando algo más bello y mayor, que tampoco es demasiado.
Soy yo, el broche. ¿Me recuerdas?
¡Cómo olvidarte!, respondió nuestro héroe recordando el broche con el que compartió tanto en aquel collar en el que vivía. ¿Qué haces por aquí?
Pues, ¿qué voy a hacer por aquí? Lo mismo que tú, pero sin llorar por las esquinas, que me oxido.
Se pusieron al día. Nuestro abalorio no había reparado, hasta aquel momento, que si él estaba perdido y solo, el resto del collar también lo estaría. No cayó en la cuenta de que el broche, pese a no ser estrictamente un abalorio, era completamente necesario. Aunque no fuera lisonjero sino funcional. Recordaron aquel terrible momento, no muy lejos de allí donde se encontraban, en el que todos salieron despedidos de aquel precioso cuello que adornaban felices y dichosos, sin pensar que podían cambiar las cosas. El broche le puso al día contando que todo fue un malentendido, que un exceso de pasión en la puerta de un bar hizo que el collar quebrara por un movimiento torpe en la calle, presos, la dueña del cuello y del collar, y el apasionado que se encontró, de un fuego interno que les hizo moverse torpemente y que rompió el collar sin que ninguno de los dos reparara en ello.
Cumplimos nuestra función, amigo, dijo el broche.
¿Cómo?
Adornamos tanto que funcionó. Alguien se fijó en el cuello donde estábamos, en su propietaria, y ella se sintió bien y se dejó llevar.
¿Y ahora?
Buena pregunta.

Eran muchas las historias que se contaban sobre los abalorios perdidos. Menos sobre los broches. Estos suelen ser más reciclables. Sin duda, el broche estaba menos triste y desconsolado, más tranquilo que nuestro protagonista.
No sé. He oído que por aquí puede haber solución.
¿Dónde?
En Juan Pedro Mercería seguro que nos pueden poner en contacto con otros abalorios. Podemos buscar a elementos similares a nosotros y perdernos entre ellos. Sabes que solos valemos poco. Nos adentraremos y poco a poco podremos rodearnos de abalorios que merezcan la pena y, si alguien se encapricha de nosotros, llegar a formar un conjunto que merezca la pena. ¿Lo entiendes, lisonjero?

Dicen que el abalorio lisonjero no se llamaba realmente así. Que lo de “lisonjero” lo encontró una noche rara, en un poema de Quevedo. Dicen tantas cosas… El abalorio lisonjero no tenía propósito ni dueño. Y no hay nada peor para un abalorio (sea lisonjero o no) que no tener un propósito por el que vivir o, cuanto menos, un dueño con el que contar para que le dé un propósito en algún momento. Todas y todos somos abalorios, algunos más lisonjeros que otros, porque formamos parte de un adorno mayor. Un adorno que alegra la vida a quien lo ve.
¿Qué es un abalorio? ¿Tenemos sentido por nosotros mismos? No. Necesitamos a más abalorios. Juntarnos y hacer que la gente sonría viendo lo que somos en conjunto…
Vamos a ver, pero tú, ¿qué es lo que buscas?
…O que, llegado el caso, enamoremos.

Nosotros un día formamos parte de un collar muy bonito. Precioso, me atrevería a decir, seguía contando, absorto, el abalorio. Ese collar fue el vínculo perfecto entre dos personas que acabaron enamorándose y viviendo una mágica historia de amor.
No sabes cómo fue la historia, no te engañes. Vamos a ir paso a paso. Lo de atrás ya no está, vamos a buscar soluciones. No seas lisonjero contigo mismo.
¡Cállate! No me gustáis los broches cuando os ponéis tan metálicamente prácticos. Aunque sea vuestra naturaleza. Dicen tantas cosas. Sobre todo, se dicen cosas de las historias de amor no vividas. Son las que más lucen por su ausencia. Al contrario de nosotros, los abalorios, que sólo tenemos sentido si lucimos. Si nos enseñan.
Lisonjero, ¡déjalo ya!
Pero, ¿por qué no puedo ser lisonjero?
, se preguntó. Me gusta ser lisonjero, es mi manera de ser, sin ello nada tiene sentido. Con el mundo que me rodea, con los otros abalorios, con las estrellas en el cielo.
Déjate de ser lisonjero con las estrellas
, le interrumpió el broche. Son muy suyas. No sé si sabes eso que se cuenta de las estrellas, que dicen que fugaces somos nosotros.
Parece ser que estamos hechos para un plan mayor, para ser parte de un todo más bello y mejor.
Sí, lo que tú digas, pero los botones, ¿te valen de este tamaño o más grandes?

Sin saber cómo, estaban en el mostrador. Estaban siendo envueltos junto a un montón de amigos más. Todo pintaba a que el abalorio no era simplemente lisonjero, sino que tenía siempre un plan. Un plan para quedarse en el recuerdo de la gente. Uno para ser parte de la cosas. Un instinto de supervivencia impropio de su especie. Algo que hizo que, sin que el broche se diera cuenta, envuelto como estaba por las lisonjas del abalorio, solucionaran sus penas y sus tribulaciones. Había buscado Juan Pedro Mercería en Google y había desarrollado el plan de acción. Sin que nadie, ni siquiera el broche, se diera cuenta.

El abalorio lisonjero, años más tarde, acabaría confesando que usaba muy a menudo Google. Hasta el punto de que hacía búsquedas random en Google tipo “cómo hacerme una colonoscopia casera”, “mejores cantos de aves autóctonas de la desembocadura del río Nilo”, “comprar gominolas amargas al por mayor”, “servicio de préstamos de patinetes en la Soria rural” con el único objetivo de despistar y que Google no acabara conociéndolo al cien por cien. Porque no hay nada peor para alguien que quiere lucir, que perder la capacidad de sorprender. O sea que buscaba y buscaba. Y, por supuesto, como todas hemos hecho alguna vez, también googleó su nombre en más de una ocasión.

Eso, y no otra cosa, buscar “abalorio lisonjero” en Google, fue lo que marcó el inicio de este cuento.

El final, amiguitos y amiguitas, ya es otra historia…

Conseguir pegar la nariz en tu escaparate como meta en mi vida.

Te asomabas tras los cristales de mi escaparate día sí y día también.

Algunas veces distraída, otras con toda la intención. Al principio creías que no te veía, que no me fijaba. Después empezamos a cruzar miradas. Ahora ya te espero y me angustio cuando tardas y creo que no vas a aparecer. Pero siempre apareces. Siempre te asomas al escaparate. Y yo te miro cada vez con menos disimulo.

Te has convertido en mi alegría. En mi periódica alegría. El escaparate se cambia y el cristal se limpia. Pero tú siempre te ves igual. Como yo te veo. Desde la primera vez. Porque no me he atrevido hasta hoy a decirte que te veo detrás del escaparate desde la primera vez que te asomaste.

Llueva o truene. Con sol de justicia. Cuando hace frío. Con paraguas o con gafas de sol. Ojalá llueva tanto un día que tengas que entrar. Para resguardarte. Cuando suene en la radio la de «Ojalá que llueva café«.

«Pa que la realidad no se sufra tanto
ojalá que llueva café en el campo
…».

No sé si puedo pedirte que entres. Estoy seguro que no me atrevería a decir todas estas cosas que pienso y que provocas en mí. No tengo puesta la radio, es el Spotify. Sé que no tiene importancia pero, ahora te lo puedo confesar, soy muy de cambiar de tema cuando me da vergüenza decir algo. Suena la de «La Bilirrubina«. Como si hubieras entrado a verme.

«Me sube la bilirrubina
¡Ay! Me sube la bilirrubina
Cuando te miro y no me miras
¡Ay! Cuando te miro y no me miras
Y no lo quita la aspirina
…».

Debería atreverme. Aprovechar que vienes. Que vuelves. Darme cuenta de que te asomas a mirar. Ser osado y espontáneo. Llegan L@s Palom@s. La calle está llena de fiesta. Todo es baile, música y alegría. Suena «Visa para un sueño«. Debería lanzarme y cogerte de la mano, porque tengo el pasaporte para irme contigo y no volver. Llevamos la visa bien visible para que nos dejen fluir entre la gente de la fiesta.

«Buscando visa para un sueño (¡oh!)
Buscando visa para un sueño

Buscando visa, la razón de ser
buscando visa para no volver
…».

Pero sé que no será así. Porque el escaparate nos define y, a la vez, nos separa. Sin él no somos nada. Ni tú ni yo. Ni al contrario. Llegará la hora más triste de todos los días, el momento en el que dejas de mirar y te vas. Yo cerraré Juan Pedro Mercería y me iré, engalanado en parafernalia arcoíris, a bailar, a reír, a disfrutar. Quizás una «Bachata en Fukuoka«. Porque siempre llega, aunque nunca te haya dicho “hola”, el momento de decirte “adiós”.

«Y llegó la hora de partir y decir sayonara (con pocas ganas)
Y una palomita se posó en mi ventana
Kon’nichi wa, ohayoo gozaimasu
…».

Quizás en otro mundo, en otro escaparate. Seguro. Te buscaré. Me haré uno con la fiesta. Desesperaré por encontrarte en otro sitio. Dedicaré mi vida a encontrar tu escaparate. Y pegaré mi nariz en él. Para siempre…

«Quisiera ser un pez
Para tocar mi nariz en tu pecera
Y hacer burbujas de amor
Por donde quiera
Oh! pasar la noche en vela
Mojado en ti.
..».

Te espero mañana. Es viernes y abrimos en el horario habitual. Pero luego hay fiesta. Son “L@s Palom@s”.

Deberíamos aprovechar.

No me olvides.

Todo es cuestión de saber asomarse…