Historia de un matrimonio (versión cuarentena pacense).

INTERIOR SALÓN DE LA CASA – DÍA:

A pasea despreocupado. Busca el mando a distancia del televisor en la mesa. Lo encuentra y se sienta en el sofá mientras enciende Teledeporte. Parece que está dispuesto a ver un partido clásico de algún deporte. Pone los pies en la mesa. S mira con desgana y le reprende:


– Cámbiate los calcetines, anda.
– ¿Pa qué? Si no voy a salir…
– Porque llevas un tomate que me río yo del de Miajadas.
– Me los quito pero no los voy a tirar, que te conozco, que es lo quieres de verdad.
– Los deberías tirar. Con ese agujero cada vez más grande…
– Y, además, que nunca te han gustado.
– Nunca me han gustado.
– Pues cuando estábamos solteros bien que te gustaban.
– También me gustabas tú, y míranos ahora.
– Pues que sepas que me lo voy a remendar. Yo sí que sigo luchando por lo nuestro. Voy a zurcir el agujero.
– ¿Tú y cuántos más?
– Yo sólo, porque parece que soy el único que apuesta ya por lo nuestro.
– Yo también apuesto por salvar lo nuestro. Por lo que no apuesto es por ese calcetín no porque sepas dar ni una puntada…
– ¿Qué no? Pues te vas a enterar, vas a pedir besarme el pie con el calcetín en cuanto lo tenga arreglado…

A apaga la tele y desaparece de la escena con evidente malestar. Ella resopla.

INTERIOR SALÓN DE LA CASA – DÍA:

A vuelve al salón. S está en el sofá leyendo un libro, despreocupada. Se miran en silencio. Los dos esperan a que sea el otro el que diga algo. S cierra el libro, lo pone en la mesa y se dirige a A con una sonrisa sarcástica y condescendiente.

– ¿Qué pasa? ¿Ahora vas descalzo?
– Sí, ¿también te molesta?
– Casi lo prefiero. Pero, si te constipas, ya sabes…
– ¿El qué?
– A la primera tos, aislado en la habitación.
– Ya, claro, eso es lo que te gustaría. Pues si me aíslo tú no puedes entrar.
– Esa es la idea. Te aíslas en el cuarto de los trastos, ya sabes.
– De allí vengo, no te preocupes.
– Y… ¿Has cosido el calcetín?
– No.
– Ya decía yo…
– ¿Ves como no ibas a poder? ¿Ves como no sabes? ¿Lo has tirado ya?
– No he tirado nada.
– Pues tíralo.
– Sé hacerlo.
– Pues hazlo y cierra la boca. Y ponte algo, que te vas a constipar.
– Eso es lo que te gustaría a ti.
– Pues sí, mira. Y así no dejas el sudor por el suelo, que parece que te gusta limpiar ahora.
– Y a ti parece que te molesta que limpie.
– ¡Tampoco hay que limpiar todos los días!
– Ni arreglar los calcetines.
– No sabes, ¿verdad?
– ¡Sí sé!
– Pues, ¡hazlo!

– No puedo.
– No sabes.
– No puedo, que no es lo mismo.
– ¿Por qué no puedes?
– Porque no se te ha ocurrido decirme dónde está la caja de la costura?
– ¿Quién te ha dicho que en esta casa hay caja de la costura?
– En todas las casas hay una. Y en esta no la veo.
– ¿En cuántas casas has vivido tú? En casa de tu madre había, seguro, pero dudo que la usaras alguna – vez.
– Y en casa de R. Allí también. No he vivido en más casas.
– Vaya, ya salió R. Ya hacía tiempo que no nombrabas a tu ex, esa que ya no te importa con quién se junta ni dónde va porque ya la has olvidado y sólo me quieres a mí.
– ¡A ella no la metas en esto! No viene a cuento.
– Pues mira, la voy a defender por una vez: en esa casa había caja de la costura porque era suya y la usaba para coserte los putos calcetines.
– Cuando vivía con ella este calcetín estaba estupendo. Se rompió en esta casa.
– ¡Pues zúrcelo! Estoy deseando que lo hagas…
– No encuentro la caja de la costura, ¡COÑ..!

– ¡Está en el cajón de mis bragas! Pero no te va a servir de nada.
– Eso quisieras tú.
– No te va a servir de nada porque no hay hilo para esos calcetines.
– Eso lo tendré que ver yo. Me vale cualquiera.
– ¿Recuerdas, hace dos semanas, cuando te dije que pasaras por Juan Pedro Mercería a por las boninas?
– Claro, y las traje.
– No, no las trajiste.
– Pues voy ahora.
– ¡Eres imbécil! Te crees que van a estar abiertos para ti, para la urgencia de primera necesidad del puñetero calcetín de la suerte del niño…
– Pues no veo por qué no…
– Porque no. Y punto.
– Cuando todo esto acabe…
– Cuando todo esto acabe, ¿qué?
– Pues que iré a Juan Pedro Mercería y te vas a enterar.
– Enterar, ¿de qué?
– De lo que sea, ya verás…
– Ya veremos…

A abandona el salón entre lágrimas. S da la espalda a la cámara como si quisiera esconder las lágrimas. La música sube de volumen y la cámara se aleja del plano del salón.

FUNDIDO A NEGRO


Cuando todo esto acabe…

Por San Valentín, Bette Davis me regaló un calcetín.

Hoy es San Valentín. Un día en el que algunos celebran el amor y otros remiendan los rotos. Luego estamos los demás. Los que celebramos lo que nos parezca cuando nos parezca. Hubo un tiempo en el que, preso de mi adolescencia, San Valentín rimaba y tenía mucho que ver con calcetín. Pero no es el día de contarlo. Tampoco se me ha terminado la adolescencia aún. Sólo sé que se me da bien remendar. Sé coser los rotos. Cerrar los sietes. Zurcir los calcetines. A veces, incluso arreglar corazones. Pero hoy es San Valentín. El día en el que algunos otros celebramos la luz del corazón de Bette Davis.

El corazón de Bette Davis siempre ha sido una de las grandes incógnitas en el mundo del cine. Hasta tal punto que hay varias leyendas al respecto. Sobre la dureza y lo irrompible de su corazón. Tantas que hasta se acuñó el término de “tener el corazón de Bette Davis” para nombrar a gente excesivamente fría e inaccesible. Todos hemos conocido a alguien así. Incluso yo. Yo estuve enamorado de alguien así:

-¿Eres mala?

-No soy mala. Eres tú.

No era mala. Sólo se decía que le habían trasplantado el corazón de Bette Davis. Bette Davis no se adaptaba bien a nuestros días. Pero sabía amar. Joder si sabía amar. Alguien que ama como Bette Davis no puede ser mala nunca.

-¿Por qué eres tan mala conmigo?

-No soy mala. Eres tú

Entonces comprendí que no era mala. Era yo. No sé amar. Alguien que no se deja amar por Bette Davis no puede ser nunca amado. Aunque tenga el corazón de otra.

Hoy es San Valentín. Celebramos muchas cosas. Remendamos muchas otras. Algunos aún recordamos que el corazón de Bette Davis no se puede remendar. Porque nunca se supo que se hubiera roto. No como los nuestros. Les dejo. Voy a zurcir un calcetín que me regaló una chica con el corazón de Bette Davis para celebrar tal día como hoy.

Amen.

Siempre.

Y zurzan lo roto.

Si les apetece…