ISABEL (Una versión libérrima de Juan Pedro Mercería, con cordones trenzados, del cuento de Rapunzel de los Hermanos Grimm).

Érase una vez, cuando todas las cosas eran, y las veces contaban, una chiquilla llamada Isabel.  Y érase a la misma vez (porque si fuera en tiempos distintos costaría mucho enhebrar la trama) un chico sin nombre, que pasaba el día entre botones, agujas y cordones.

Isabel era una chica como todas las demás. Como todas las demás de aquellos tiempos. Una chica a la que cantaban aquello de “qué bien, qué bien, hoy comemos con Isabel”, y que no sabía de la existencia del chico sin nombre.

El chico sin nombre era un chico como todos los demás. Como todos los demás realmente tenía nombre, pero como no existía para Isabel, para ella era un chico sin nombre más.

Pasaba el tiempo y el chico seguía sin tener nombre para Isabel. Pasaba más tiempo e Isabel seguía aguantando a gente que quería comer con ella. Tanto tiempo pasó, que el chico le cogió gusto a eso de no tener nombre y empezó a pasar por la vida sin que nadie lo supiera, e Isabel, cansada de tanto preparar platos con latas de atún en aceite a la gente que quería comer con ella, acabó por encerrarse cada vez más y más en sí misma, y terminó por descubrirse recluida en la torre medieval de su castillo en el Casco Antiguo de Badajoz.

Y colorín colorado, todo este cuento habría terminado si el chico, contento con eso de no tener nombre, no le hubiera cogido gusto también a lo de pasear por las calles de Badajoz anónima e inadvertidamente. Colorado iba paseando una tarde de esas de mayo en Badajoz, de las que parecen Agosto en casi cualquier sitio del sur de España, cuando tropezó en un socavón de los que no había tenido tiempo de arreglar el Ayuntamiento antes de que llegaran las elecciones y, una vez terminadas, como diría aquel, ya pa qué…

-¿Te has hecho daño, chico?

¿Cómo? Era una voz, desconocida para él, que venía de lo alto de una torre medieval en medio del Casco Antiguo de Badajoz. Miró hacia arriba y la vio. Era Isabel. La del cuento de Isabel que todo el mundo creía que era el cuento de Rapunzel en versión libérrima de Juan Pedro Mercería.

-No, tranquila. Tú, eres Isabel, ¿verdad?

-Sí, ¿cómo lo sabes? ¿Me conoces?

-Todo el mundo te conoce en esta ciudad, Isabel. ¿Qué haces ahí encerrada?

-Todo el mundo quería comer conmigo en esta ciudad y me harté. Ahora me he quedado encerrada aquí arriba y nadie ya, ni quiere comer conmigo, ni viene a verme.

-Yo no quiero comer contigo. Ni siquiera sabes mi nombre.

-¿Por qué no me lo dices?

-¿Te interesa?

El chico sin nombre sintió que todo iba muy rápido. O Isabel iba muy lanzada, o él se estaba dejando llevar por aquello de ser una persona normal y hablar con la gente sin pensar que era, simplemente, un chico sin nombre. Pero una vez puestos, se lanzó como nunca…

-No te descuelgues. Échame algo por el balcón para que pueda yo subir a verte. No utilices tu pelo. Nunca me gustó el cuento de Rapunzel. No por ella, no por el nombre. Por aquello de dejar caer las trenzas para que alguien escale por ella. Échame un cordel.

-¿Qué dices?

-No te descuelgues. Échame un cordel dorado si quieres. Que parezca una trenza. Como si fueras Rapunzel. Pero no te descuelgues, ya subo yo cómo y con lo que pueda.

Acto seguido se dio cuenta de que había una puerta enfrente de él. La puerta tenía una cerradura muy antigua. Él tenía un imperdible en la solapa. Había sido punky antes de que le diera por esa manía de pasear por las calles de Badajoz anónima e inadvertidamente, y ahora le estaba dando por rondar princesas encerradas en torreones medievales. Intentó usar el imperdible para abrir la puerta pero al introducirlo con fuerza, vio cómo la puerta se abría. Ni siquiera estaba cerrada. Aquella historia no tenía la menor gracia. Para colmo, Isabel, la aprendiz de Rapunzel, había descolgado desde su atalaya un cordón que no inspiraba la menor seguridad para trepar por él. No lo habrá comprado en Juan Pedro Mercería, pensó. Y subió al torreón.

-¡Rapunzel!, digo Isabel. ¡Por fin!

-¡Qué ganas tenía de que alguien viniera a visitarme!

-Pues aquí estoy, si te valgo. ¿Tienes atún?

-Sí, si tengo, pero no me vales, lo siento. Ni siquiera sé cómo te llamas. Es más, hasta hace un rato ni sabía que existías.

El chico sin nombre no mostró desagrado ni enfado. Más bien al contrario. Se agarró del cordón que RapunIsabel había tendido anteriormente por el torreón y se deslizó hacia el suelo para volver a su rutina diaria de no tener nombre y pasear por las calles sin más.

¡Qué raro! ¡Qué cordón más áspero! –pensó. De repente, Isabel empezó a gritar desde la ventana, con medio cuerpo sacado hacia afuera y la cara desencajada. ¡Diantres! –pensó. Parece que me he agarrado de sus trenzas en lugar del cordón. Llegó al suelo dando un buen porrazo. Segundos después llegó ella. No se miraron. Los dos pensaron que habían empezado con mal pie. Él le confesó que había pensado “diantres” y se sentía sucio por ello. Ella se sintió sucia por no conocer el nombre del chico sin nombre pero no se lo dijo. Se miraron por un instante y decidieron, sin hablar, que irían juntos a comprar unas latas de atún en aceite Isabel y lo que surja.

Cuando pasaron un par de minutos, el chico sin nombre se dio cuenta de que estaba en Juan Pedro Mercería, comprando unos metros de cordón dorado. Solo. Se lo llevó a casa y lo trenzó fijándose en un patrón que tenía con un dibujo de Rapunzel. De ella nunca más se supo. Como de tantas otras princesas encerradas en un torreón medieval del Casco Antiguo de Badajoz.

Y colorín colorado, el cuento de Isabel, ahora sí se ha terminado…

Tocar el huso de la rueca o pincharte de realidad.

Hace un par de días, andaba yo alternando por los bares, como suele ser habitual en mí, cuando, de repente, una amiga de las que me acompañaban se pinchó con el huso de una rueca y con ello tuvimos que dar por terminada la noche, y casi nuestra amistad.

La historia puede tener su gracia, así, contada con distancia. Pero hay varias cosas que no encajan, algo de lo que me he dado cuenta al contarlo por primera vez a otra amiga que no sabe ni lo que es un huso de una rueca, ni alternar por los bares, ni que yo la considero mi amiga.

Para empezar, no encaja que yo alterne por los bares. Simplemente me paseo por zonas del Casco Antiguo donde hay muchos porque estoy permanentemente pendiente de pasar a mirar, de cuando en cuando, el escaparate de Juan Pedro Mercería, buscando alguna novedad para contar historias al respecto.


En segundo lugar, eso de pincharse con el huso de una rueca en una noche de alterne por los bares, no cuadra de ninguna manera. Hay auténticas leyendas sobre noches locas de todo tipo por los establecimientos de fiesta de Badajoz, pero nunca nadie conoció alguna en la que interviniera una rueca. De los pinchazos podríamos hablar, pero no en esta historia. De noches locas tampoco lo haremos, recuerden que nuestro horario habitual es de lunes a viernes, de 10:00 a 14:00 y de 17:00 20:00, y los sábados de 10:00 a 14:00. Además, eso de tocar el huso de una rueca es más propio de La Bella Durmiente e historias de ese palo.

Pero lo más inquietante de la historia, aunque no se hayan dado cuenta, es que afirmo, sin ningún tipo de rubor, que tengo amigas…

Sin entrar en valorar la verosimilitud de la historia, y en si les interesa o no, o no es más que una excusa para contar una historia desde Juan Pedro Mercería, lo cierto es que me hizo rebuscar en mis amplios conocimientos sobre cosas que no interesan demasiado a nadie, y empecé a darle vueltas (como si fuera la rueda de una rueca) al tema de pincharse.

Una vez con las vacunas pertinentes en regla (en esta página otra cosa no, pero somos totalmente intransigentes con el tema de los antivacunas) me encontré con todo el tema de la rueca y empecé a tirar del hilo (anda que no está bien traída la alegoría…).

Cuentan que pueblos germánicos fueron los que desarrollaron las habilidades hilanderas desde hace siglos y que fueron los que llevaron ese arte a Roma con todos sus secretos. Así encontramos lógico que la palabra de origen germánico “rukko”, que es la se usaba para denominar a la rueca, fuera adaptada por el latín vulgar durante las invasiones bárbaras al Imperio Romano y pasara a ser “rucca” para que, en torno a 1400, pasara al español como “rueca”.

También cuentan y se cree que la rueca era un instrumento de origen indio, llamado en aquel entonces “torno de hilar”, y que fue desarrollado en la India alrededor de 500 años antes de Cristo para acabar entrando en Europa en la Edad Media.

Bandera pro independencia de la India de 1931 con una rueca como emblema central.

Cualquiera que lea con atención lo descrito en los párrafos anteriores podrá ver que algo no encaja. A menor nivel de lo de mi amiga pinchándose con el huso de una rueca en una noche de alterne conmigo por los bares del Casco Antiguo de Badajoz, pero no encaja.

El caso es que no les puedo explicar mejor las cosas. El tema de la rueca es algo de lo que llevamos tiempo queriendo hablar y contarles una bonita historia, pero desgraciadamente, no acabamos de conseguir darle la forma adecuada.
Quizás arrastre un poco el cansancio de alternar por los bares o que las vacunas me están haciendo reacción pero no me encuentro en mi mejor momento. Hay quien dice que, como no tengo amigas ni alterno por los bares, seguramente todo sea fruto de mi imaginación. Que el que me he pinchado soy yo, y que esta historia no va a ningún sitio porque me estoy quedando dormido mientras ordeno bobinas de hilo por tonalidad cromática en los almacenes de Juan Pedro Mercería.

Lo cierto es que tengo mucho sueño. Ya continuaremos en otra ocasión, disculpen ustedes…

Cuento de Navidad con botones.

Os voy a contar un bonito Cuento de Navidad.
Un Cuento de Navidad con botones.
Un bonito Cuento de Navidad con botones que nadie leerá en Navidad porque estas fechas están para disfrutar de la gente a la que quieres y no para estar leyendo cuentos por internet.
Por muy bonito cuento, de Navidad, o con botones, que sea…

Érase una vez, una Navidad llena de ruido, gente y buenos deseos. En aquellos tiempos, los dos amigos, que hacía mucho que no se veían, aprovechaban esa Navidad para verse y pasear por las calles del Casco Antiguo de Badajoz. Unas calles llenas de gente, ruidos y buenos deseos. La gente salía y entraba con sus buenos deseos en los bares, llenando de ruido todas las calles. Pero era Navidad y nuestros amigos, que aprovechaban las fiestas para verse un rato, estaban contentos, sonreían y se encontraban felices rodeados de buenos deseos, ruido y gente.

-¿Cuánto hacía que no nos veíamos?, le dijo el más bajo al más alto.
Pues casi un año, desde las navidades pasadas, le dijo el más alto al bajo.
-Cierto, desde las navidades pasadas. Ojalá no tengamos que esperar a las navidades futuras para volver a vernos.

El más alto pensó que no estaba bien eso de hablar de las navidades pasadas y de las navidades futuras porque pareciera que así se quitaba importancia a las navidades presentes. Pero no lo dijo en voz alta.

El más bajo pensó que no estaba bien eso de hablar de las navidades futuras y de las navidades pasadas porque pareciera que así se quitaba importancia a las navidades presentes y que estaban en un cuento de Dickens. Y lo quiso decir en voz alta.

Esto de hablar de navidades pasadas, futuras y no dar importancia a las presentes me suena al Cuento de Navidad de Charles Dickens, le dijo el más bajo al más alto.

Manuscrito original de el «Cuento de Navidad» de Charles Dickens.

-¿Qué dices?, le dijo el más alto al más bajo porque con tanto ruido, gente y buenos deseos, no escuchaba bien.

-¿Qué te pasa en el botón de la chaqueta? No paras de tocarlo.
-Se me está cayendo.
-¡Qué casualidad! Se te está cayendo justo enfrente del escaparate de Juan Pedro Mercería, que si no estuviera cerrada porque es Navidad y las calles están llenas de buenos deseos, ruido y gente sería el sitio ideal para comprar otro.
-Abre mañana, creo.
-Mañana ya no tendré el botón. Me temo que lo voy a perder entre este marasmo navideño de gente, buenos deseos y ruidos que son las navidades presentes.
-¿Sabes que dicen que cuando se está descosiendo un botón significa que hay un ángel que se lo está llevando?
-No había oído nunca eso.

Y no lo había oído de verdad. Ni siquiera en ese momento. No podía oír bien porque, enfrente del escaparate de la Mercería, en estas navidades presentes, todo estaba lleno de gente, buenos deseos y ruido. Como en las navidades pasadas y, esperemos, en las navidades futuras. Pero no lo dijo, sólo lo pensó.

Los dos se quedaron por un instante mirando el escaparate. Uno pensó que aquello de que hay un ángel se están llevando tu botón cuando se está descosiendo podría ser mentira. El otro pensó que su ángel seguramente coloreaba todo con un Plastidecor de color blanco.
Ninguno de los dos pensamientos los pudo oír nadie. Estas navidades presentes están llenas de ruido, gente y buenos deseos.

Decidieron despedirse y verse al día siguiente.
-Mañana vendré a comprar un botón para la chaqueta, le dijo el más alto al más bajo.
-Si puedo te acompaño, le contestó el más bajo al más alto.


Tomaron direcciones opuestas y se perdieron entre el ruido, la gente y los buenos deseos. Pensaron que no les dio tiempo a decirse el uno al otro que el ángel no vendría a buscarlos si no aprendían a llamarlo…

Y decidieron que tenía que llamarse más. Porque aunque no puedan oírse por la gente, el ruido y los buenos deseos, tenían que saber que el ángel se lleva muy a menudo el botón cuando empieza a descoserse y la gente que se quiere tiene perseguir al ángel, ya sea a Juan Pedro Mercería por otro, ya sea para no tener que esperar a las navidades futuras.

Porque la vida no tiene que ser un Cuento de Navidad de Dickens. Puede ser un Cuento de Navidad con botones.


Pero sólo si queremos y nos escuchamos entre tanta gente, ruido y buenos deseos…